martes, 28 de julio de 2009

Los teléfonos públicos...


...de Buenos Aires (los que quedan, porque no sé si se han dado cuenta de que los están sacando) son un modelo de objetos que se han convertido en una cosa muy diferente con respecto al propósito para el que fueron originalmente concebidos. En efecto, pensados y diseñados para realizar llamadas telefónicas (de allí que se llamen teléfonos) por cualquier persona (de allí que se llamen públicos), han mudado a “porta volantes de avisos de prostitutas”, lo cual no tendría nada de malo en tanto y en cuanto configurara esto una función adicional al estipendio de mujeres que trabajan y así se ganan honradamente la vida, pero, y acá viene la cuestión, muy lindos los teléfonos públicos adornados de volantes como si fueran arbolitos de Navidad, la macana es que son sólo eso y nada más que eso, porque para encontrar un teléfono público que, primero tenga tono, después no se trague las monedas, luego permita discar, posteriormente llame, a continuación no se corte cuando del otro lado atienden, o sea que, al cabo, te deje hablar por teléfono, hay que tener más suerte que pegar un Loto multipaloverde, de manera que, finalmente, lo que en principio pareciera la optimización de su función original merced al valor agregado de disponer de un variado menú de exuberantes, golosas, calientes, mimosas, etc., etc., en el mismo sitio que el artefacto para contratarlas, es nada más que un artefacto inútil jodiendo el paso en la vereda, demasiado grande y estrafalario para ser solamente un portavolante, función para la que alcanzarían (y sobrarían), atención Telefónica y Telecom si es que quieren seguir apoyando la laboriosa tarea de numerosas trabajadoras argentinas, adminículos más pequeños y estéticos que en este momento no se me ocurren cómo podrían ser, así que queda abierto un buzón de sugerencias.

Fotografía: María Celina Bertero

jueves, 16 de julio de 2009

Tiempo de derrota

Uno ve cómo pese a que esta vez su cuadrito dio la batalla debida, se esfuma el sueño de Colón campeón por primera vez, sin ni siquiera el consuelo de que el campeón, ya que no podía ser Colón, fuera por lo menos un tiro para el lado de la justicia.
Uno ve cómo los que menos han recibido siempre, prefieren a los que prefieren que la riqueza se reparta mal.
Uno ve desaparecer amistades, algunas literalmente, otras deshilachadas de miserias.
Uno ve que su libro no aparece cuando finalmente Eloísa Cartonera actualiza el catálogo en su web, y ve que hasta Cucurto se ha vuelto utilitario.
Uno ve que no tiene más remedio que mudarse de los Panópticos al desierto, después de años de creer que los grupos son más que los individuos (utopía sesentista le dijeron una vez a uno).
Uno ve que un día se despierta sin el regalo con el que peleó las convenciones, los prejuicios y lo que digan los demás, ve que el regalo sólo estuvo en su cabeza y ve que algunas convenciones no son tan equivocadas, que algunos prejuicios son en realidad juicios justos y que a veces los demás tienen razón.
Viendo todo eso uno ve que ahora es tiempo de derrota. Pero uno va a ir por la revancha ni bien pueda, por algún lado uno va a encontrar Gimnasias de Jujuyes y San Martines de Tucumanes que quieran ser victoriosos, postergados que quieran tomar conciencia, hilos que quieran ser sogas y regalos que quieran ser verdaderos, en fin, por algún lado a uno se le aparecerán escorpiones de naturaleza fallada que no quieran ahogarse con las ranas y Davides que quieran partirle la cabeza de un hondazo a Goliathes.
Uno piensa que siempre habrá candidatos para estas huevadas. Y mientras tanto uno escribe, total es gratis.

Regreso

Han vuelto desde lejanos eneros sepultados, e insepultos, corren, navegan o vuelan abigarrados, furiosos, vengativos, claman desquite de mi risa, de mi paz, de mi victoria en la batalla que creí guerra, retornan vigorizados durante la paciente espera del resquicio traidor que los alzara de sus sepulcros falsos, más seguros y ciertos que antes, cuando parecieron vencidos, más astutos, más arteros, me han sorprendido, indefenso en mis certezas de olvido, no los vi, no los oí llegar, confié en mis soldados, en mi fortaleza, pero estaba solo, solo y desprevenido, caminando tranquilo, feliz, ingenuo, por el borde áureo del abismo, que ahora es nada más que borde de abismo bajo mis pies descalzos y heridos, bajo mi pecho sin coraza ni coraje, expuesto a las espadas ya desenvainadas.

miércoles, 8 de julio de 2009

Volví a escribir (ojalá me dure)

Estuve más de seis meses sin poder escribir. Supongo que pude volver a hacerlo (en sólo dos semanas escribí 5 relatos y/o cuentos) estimulado con el taller que Julio arrancó este año (Julio Diaco, mi profe de siempre y al que pienso que nunca dejaré de volver), muy novedoso (al menos para mí) en términos de propuestas, metodologías, ejercicios, compañeros y actitud, y también por otro taller (la coordinadora se llama Graciela Repún y si la buscan en internet van a ver lo grossa que es), al que pude acceder gracias a la generosa propuesta y gestión de mi compañero Daniel Lopes. En otro tiempo me había sucedido algo similar en cuanto a silencio, y ahí fue Diego Martínez (que se inventó un Taller Sin Coordinador, que para mi épica tentación de fabricar mitos pasó a ser el "famoso TSC") quién más que indirectamente ayudó a que volviese a escribir y no sé si alguna vez se lo agradecí como era debido.
En fin, volviendo al ahora, una de las cosas nuevas que escribí y me dio ganas de postear acá es el cuento que sigue:

César no tenía que estar ahí temprano
Llegó y ya estaban cenando. —César, tenías que estar acá temprano, sabías bien que necesitaba ayuda y que tu padre no podía —recriminó la madre. El padre, con la cabeza gacha, no dijo nada. César se lo quedó mirando, fijo, como se lo quedaría mirando durante toda la cena. Sin responder al reclamo de su madre, se sentó a la mesa y empezó a sorber la sopa, fría, a demorarse escurriendo los fideos dedalitos entre la lengua y los huecos de las muelas de juicio y, sobre todo, a permanecer con la mirada clavada en su padre, una mirada de odio, helada, casi sin parpadeos. Sin alzar la cabeza el padre sentía esa mirada fija, era imposible que no la sintiera, sabía con certeza que su hijo lo estaba mirando con ojos fríos y acusadores. Después de un silencio mínimo, o un silencio de sorber de sopa, la madre habló y habló, de su día, de que tomates no se podían comprar, de que pasaban una película de Steve Mc Queen que quería volver a ver, de que esta vez se iba a animar a votar a los radicales, de que habían asaltado la agencia de lotería de la avenida, de que tenía miedo que fueran a la cancha el domingo, de que Clara y Antonio se habían separado, de que a ella le daba lástima por los chicos, y mientras tanto padre e hijo sorbían la sopa, uno hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo del plato, otro hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo de su padre a través de la crispación de la frente arrugada y el ceño fruncido, padre e hijo con sus mentes bullentes, llenas de sus propios pensamientos, llenas de pensar en lo que el otro estaría pensando y llenas de las palabras que no podían decirse en presencia de la madre, o que tal vez nunca se dirían, el hijo preguntándose qué era lo que había ido a buscar yendo a sentarse a la misma mesa del padre al que deseaba muerto, el padre sabiendo que no serviría de nada lo que pudiera hacer el resto de su vida para que su hijo no lo deseara muerto.
Cuatro horas atrás los ojos de padre e hijo se habían hundido unos en los otros, aterrados de miedo, de miedos diferentes, cuatro horas atrás padre e hijo estuvieron mirándose, por un minuto, o dos, o cien, en medio de un ensordecer de latidos y un martilleo en las sienes, un ahogo de la respiración que ataba los insultos y un nudo apretado en la garganta que silenciaba las excusas. Y desde la cama, la cama en la que César acababa de sorprender a su padre hundiéndose en el cuerpo de su novia, ella, envuelta en las sábanas, le había dicho:
—César, no tenías que estar acá temprano.