jueves, 29 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 3: Las tetas de María


Viene de Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 2: Luisa de Arismendi, la esposa de prócer que capaz se merece el bronce más que el marido

En la historia de María Guevara se juntan verdad y leyenda, y todo lo que sigue es lo que me contaron guías, pescadores, empleados de hotel, vendedores de perlas, todos lugareños mucho mejor informados que google, y un pelícano charlatán que me habló mientras, desparramado en una reposera mirando el atardecer, me tomaba unas copitas de ron Santa Teresa, un milagro que a uno le hace creer en la existencia de Dios.

María, nacida a principios de 1800, fue la hija bastarda de una indígena y un soldado español. Algunos dicen que fue una violación, pero la mayoría que la mamá de María se enamoró del soldado, al punto que traicionó a su tribu y ayudó al regimiento del soldado en un ataque que una noche devastó a su gente. La mujer fue repudiada y expulsada por los suyos, pero el cacique se compadeció de María y aceptó que se quedara para ser criada por las mujeres indígenas.

Entre los 14 y los 17 años, acá los datos no se ponen de acuerdo, María, tras haber sido testigo de una sarta de crueldades de los españoles con los indígenas, después de putear hasta el cansancio a los de su tribu por falta de rebeldía, los abandona y se va a buscar a los revolucionarios de la independencia, que primero la aceptan sólo para actividades de apoyo propias de mujeres, pero demoran una nada en sacarle la ficha y darse cuenta de que no es cualquier mujer, y la mestiza acaba marchando con los hombres a la batalla, donde es más corajuda que varios de los tipos y se carga a unos cuantos.

Aplacados esos años, no encontrando nada que la hiciera sentir en “su” lugar, decide volver a su vieja tribu. María se encuentra con indígenas recelosos que le reprochan su condición de mestiza y le hacen el vacío, ella lo aguanta con la mayor dignidad que puede, hasta que le piden irse. Acá las versiones divergen, pero siendo María tan difícil de arrear, resulta creíble que en realidad la rajaron después de una discusión con el chamán, que ella dio por terminada partiéndole el marote.

Con más o menos 25 años se fue a vivir con unos pescadores de por ahí cerca, a Laguna de Raya, un pueblito con puerto. Entre las habilidades que María había desarrollado entre los indígenas, destacaba la cancha para pescar con prácticas nativas y, desde que María llegó al pueblito de pescadores, las canastas empezaron a llenarse el doble que antes, habiendo influido no solamente la técnica sino también que los pescadores eran bastante vagos y desbolados, y María, respetada entre los tipos pese a ser mina y encima una medio india salvaje expulsada de la tribu, los disciplinó y organizó para que laburasen como la gente. Algunos dicen que las mujeres de los pescadores le agarraron inquina, pero no debe ser cierto porque si no las viejas no hubieran colaborado con ella para ir más allá con la cuestión de la pesca, y armar un sistema de comercialización elemental, pero que sirvió para recortarle bastante las alas a los que se aprovechaban de la ingenuidad de los pobladores de Laguna de Raya.

Pero a María la sangre le hervía, se ve que tenía espinas clavadas y necesitaba sacárselas. Ni bien pudo se fue a Caracas, donde sobrevive, se educa y relaciona como puede, hasta llegar a sentar las bases de lo que en el futuro serían asociaciones defensoras de los derechos de la mujer, el indígena y el mestizo.

La historia después se diluye, sólo se sabe que volvió a Laguna de Raya donde muere como a los 65 años. La mayoría de los relatos, incluido el del pelícano, pasan a contar que María había heredado de su madre indígena la belleza nativa y unas caderas prodigiosas, pero del padre español unos pechos tabla que, no eran tiempos de siliconas, siempre la entristecieron. Así que cuando María murió, los pescadores y los mestizos le regalaron un hermosísimo par de tetas, bautizando como “Las tetas de María” a los cerros gemelos de la foto.

sábado, 24 de abril de 2010

El sillón

A cuento de la Feria del Libro de este año, me acordé que en la del 2002 Julio consiguió un espacio para que unos cuantos fuéramos a leer (ahí esta Julio en la foto coordinando la tropa antes de arrancar), y yo "estrené" este cuento. Después vino un tiempo en que íbamos a leer por todos lados, y me acuerdo en especial de una compañera con la que más iba, Mónica Leone, porque en los días previos los demás nos decían: "Eh, otra vez van a leer Analía (el de Moni) y el de la...(el apodo de ´El sillón´, que no lo digo ahora porque tiene que ver con el final)". Además del cuento mío tan "paseado", dejo al final el link a ´Analía´ en el blog de Moni.

El sillón
Federico se puso de pie para darle cuerda al cucú de la sala. Daba las siete como siempre, hacía años que aquel reloj había dejado de funcionar. Liberada del peso del hombre sobre su falda, Lidia, su esposa, también pudo abandonar el sillón dando un largo resoplido. Luego de practicar algunas flexiones para restaurar la circulación en sus piernas, se acercó con lentitud a la ventana. Aspiró con fruicción el aroma a cebollas que emanaba de la chimenea de la pizzería vecina; aún respirando con dificultad, las flexiones le provocaban cada vez más agitación.
—Tienes que iniciar pronto una dieta —le dijo a su marido quebrando el silencio.
—Sabía que dirías eso —replicó él malhumorado.
Haciendo caso omiso del malestar de su cónyugue, Lidia insistió: —No te fastidies, no hay muchas alternativas. O haces dieta o compras otro sillón.
—También podría ser que fueras tú la que se sentara en mi regazo —ofreció Federico, ahora con más amabilidad. Luego de un breve silencio, durante el cual el anhelo del hombre pareció aletear en el eco de su propia voz, ella respondió: —Ya sabes que eso es imposible, siempre tienes erecciones cuando yo me siento sobre tus piernas.
Federico clavó sus ojos en los de Lidia. La mujer, con esa permanente expresión asombrada producto de las cirugías estéticas, le sostuvo la mirada por un largo rato, tanto cuanto pudo tolerar el merodeo de una mosca alrededor de la cataplasma de miel y gérmen de trigo que cubría sus mejillas.
—¿Sobró algo de miel? —preguntó Federico.
—Esta mascarilla sólo es recomendada para la piel femenina —respondió Lidia de inmediato.
—Ya lo sé, la deseo para untar unas tostadas.
—Pues mira lo que se te ocurre, ya no hay tostadas, Barrabás merendó las últimas.
El hombre lanzó una mirada de odio bajo la mesa donde dormitaba Barrabás, el negro félido que Lidia había recogido en un sendero del jardín zoológico. Federico lo detestaba, siempre declaraba que tenía más de salvaje que de minino, que un gato no podía ser tan ladino y traicionero. Sintiéndose observado, el animal salió de su letargo y expresó su disgusto con un gruñido. Él también aborrecía al esposo de su dueña, sólo la presencia de ésta permitía la convivencia entre ambos, si algún día falto alguno matará al otro, repetía ella con frecuencia.
Federico se acercó al hogar y atizó vigorosamente los leños. Transpiraba profusamente, tal vez a causa de la taza de chocolate que acababa de beber, acaso por el sueter de lana que vestía o quizás porque era pleno verano. El felino entretanto, abandonó su puesto bajo la mesa, se acercó sigilosamente y, cuando se sintió seguro, dio un brinco y se apoltronó en el sillón. Fuera de sí, Federico tomó un diccionario de un estante de la biblioteca y se lo arrojó con fuerza. Falló por más de un metro.
—¡Demonios! —gritó. A Federico le fascinaban las películas de Stallone o Van Damme dobladas en Centroamérica.
—Sabes bien cómo me enfada que maldigas —reprendió Lidia, quien compartía el gusto por las mismas películas.
El animal abandonó el sillón moviendo la cola y mirándolo con rencor. Haciéndose el distraído, Federico se aproximó al asiento liberado. Dando un salto inusitadamente ágil, Lidia se adelantó y se dejó caer sobre el sofá con pesadez. Luego, permitió al marido sentarse sobre su falda.
—Es un hecho, tienes que hacer dieta —volvió ella a la carga luego de tomar aire.
Contemporizador, él aseguró: —Bien, te prometo que lo consideraré.
—Seamos concretos y comencemos hoy mismo ¿Quieres que prepare para la cena el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina? —propuso Lidia.
—¿Josefina era aquella muchacha que empleábamos cuando vivíamos en provincia?
—Así es, ¿recuerdas su sabroso pastel?
—Recuerdo muy bien a Josefina ¿Y tú te acuerdas de ese joven que la festejaba?
—Por supuesto, Rubén era quien más elogiaba a su pastel.
—Efectivamente, Rubén se llamaba.
—Y elogiaba su pastel.
—La quería mucho. Y era tan atento, jamás se presentaba en casa sin algún obsequio de la fábrica de pastas en la que trabajaba.
—Sufres una confusión, mientras frecuentó a Josefina, Rubén trabajó en una fábrica de sillones por la mañana y en una de balanzas por la tarde.
—Qué realidad terrible la de esa pobre gente a quien no le es suficiente un solo empleo para vivir.
—Sin embargo, lo positivo es que estimula su ingenio, por ejemplo, aprovechan los alimentos más económicos para cocinar platillos exquisitos, como el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina.
Desalentado, Federico se incorporó refunfuñando. Con las piernas agarrotadas, Lidia lo imitó. Ahora debió dedicar más tiempo a las flexiones y cuando acabó, los pechos le subían y bajaban con un ritmo intenso. Pasó un largo rato antes de que su respiración se normalizara. Entonces dijo: —Un día estas flexiones me van a matar. Y todo será por tu culpa —Alerta, el felino permanecía con la cabeza en alto y las orejas erectas, aunque esta vez decidió quedarse donde estaba.
Sin responder, Federico encendió el televisor y comenzó a recorrer las trescientas sesenta y siete sintonías del aparato apto para emisiones de televisión satelital. Durante la siguiente recorrida, se detuvo en el canal ochenta y dos, la única frecuencia que podían captar, pues nunca habían instalado cable ni antena.
Con entusiasmo, Lidia volvió a su lugar en el sillón y se palmeó repetidamente el regazo diciendo: —Ven con mami, ven con mami tesoro.
Federico y el bicho se lanzaron hacia el sillón respondiendo al llamado. El hombre llegó antes gracias al puntapié que descargó en el camino sobre su competidor, que emitió un aullido de dolor. Indignada, Lidia se paró desatando una catarata de recriminaciones. De pronto, sus ojos quedaron inmóviles, abrió la boca buscando aire, se tomó el pecho con ambas manos y cayó tendida junto al sillón. Al cabo de un instante durante el que la fuerte impresión lo paralizó, Federico dio un paso cauteloso en dirección al sillón. La fiera rugió.


La policía acudió debido al llamado de los vecinos, el hedor que brotaba del departamento ya resultaba insoportable. A ella la encontraron en el mismo sitio donde había caído muerta y a él, tomado de uno de los brazos del sillón con la garganta desgarrada. La mayor parte de su prominente abdomen había sido devorada.
A la panterita la llevaron de regreso al jardín zoológico. El traslado no resultó sencillo, sólo pudieron llevarla hasta la jaula cuando se resignaron a transportarla echada sobre el sillón.



jueves, 22 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 2: Luisa de Arismendi, la esposa de prócer que capaz se merece el bronce más que el marido

A esta segunda historia me la contaron cuando fui a la fortaleza de Santa Rosa en La Asunción, la capital de la Isla Margarita. La fortaleza no es gran cosa (aunque, rimbombantes, la llaman castillo), la construcción típica de los fuertes costeros españoles para defenderse de los franceses e ingleses, y encima se nota que los retoques de mantenimiento le hicieron perder los rasgos antiguos más interesantes. Pero ahí está el calabozo donde estuvo presa Luisa de Arismendi en 1815, con apenas 16 años y embarazada, durante las batallas por la independencia de Venezuela.
El marido, Juan Baustita Arismendi, estaba fugado de los españoles y refugiado en un cerro de la isla. Entonces, a los colonialistas se les ocurrió meter a la mujer en ese calabozo para que el tipo se rindiera. La cuestión es que Arismendi les mandó a decir que prefería vivir sin esposa antes que sin patria (y de acuerdo a lo que me han opinado cuando lo conté, esto da para discutirse sin machismo ni feminismo, porque con independencia de sexo algunos/as han dicho que el tipo estuvo bien y otros/as que fue un cagador), así que Luisa, encadenada en un calabozo de 2 x 1 sin ventanas, fue hambreada, torturada y violada, pero no pudieron obligarla a decir dónde estaba el marido. Encima, a la pobre pendeja se le murió la hija ni bien la parió y los garcas éstos, le dejaron 2 días el cadavercito para que viera como se iba pudriendo. En una de las refriegas Arismendi toma de rehén a Cobián, un poronga de los españoles instalados en Margarita, que ahí se enloquecen y se ensañan peor con Luisa. Hasta hubo un coronel que quiso decapitarla, y zafó porque la mayoría seguía pensando que en algún momento, o la chica entregaba datos para encontrar al marido, o él se entregaba para que la soltaran.
Para acabar de completarla, Arismendi arma un asalto a la fortaleza y lo hacen bosta, él puede escaparse pero a Luisa la sacan del calabozo para hacerle ver el fusilamiento de los prisioneros, vuelcan al aljibe la sangre de los muertos y después la obligan a tomar de la pestilencia que sacan con un balde de ese aljibe. La mina, bah, la nenita, 16 años tenía les hago acordar, lo mismo siguió plantada en su resistencia. Como se ve, hijos de puta hubo siempre, pero huevos gigantes como estos ovarios no creo que muchos.
A los revolucionarios de Margarita les empieza a ir cada vez mejor en las batallas, así que de miedo a que puedan rescatarla, al otro año los españoles la llevaron al fortín de Pampatar (Castillo San Carlos de Borromeo), después a la prisión de La Guaira y al final al convento de la Inmaculada Concepción en Caracas, siempre incomunicada y siempre en las peores condiciones. Y la gran cagada es que con la manzana rodeada, enfurecidos por no poder quebrar a Luisa, la embarcan a Cádiz a fines de 1816.
Unos piratas atacan el barco, lo chorean y dejan a los pasajeros en los Azores y, vaya a saber qué santo habrá estado de guardia pues, aunque no puede volverse a Venezuela porque llega antes otro barco español y termina nomás en Cádiz, el Capitán General de Andalucía, ante las recontraputeadas de Luisa por todo lo que le habían hecho (pero sobre todo porque el tipo era un burócrata y no tuvo a la vista los papeles de la detención, que se habían quedado en el barco afanado), le reconoce categoría de confinada y hasta le otorga una pensión y le permite quedar recluida en casa de un médico en vez de una cárcel.
Igual, las cosas no estaban bien, porque sobre el pucho le quieren hacer firmar una declaración de lealtad al rey de España y a renegar de la filiación patriota de su marido, a lo cual Luisa respondió: “el deber de mi esposo es servir a la patria y luchar por libertarla”. Y ahí se pudrió todo de nuevo.
Por suerte, algunos no eran tan jodidos y a esos Luisa les cayó bien con el tiempo, así que en 1818, un coronel republicano la ayuda a fugarse en un barco norteamericano, va a parar a Filadelfia desde donde, 4 años después de haber sido presa por primera vez, vuelve a Margarita. No sé bien si es entonces cuando se reencuentra con el marido porque está prófuga hasta el año siguiente, cuando el Consejo de Indias dicta una resolución que le concede libertad absoluta.La historia termina casi bien. Vive con el marido casi 45 años y tiene once hijos, pero a los 65 se resbala regando las plantas del jardín y se desnuca. Una mierda que semejante hembra nutricia haya tenido una muerte tan pelotuda.

sábado, 17 de abril de 2010

Amortaja

La muerte es natural, muy natural, tan natural que no puede hacerse diferencia entre un muerto de viejo, un infartado a la edad de los infartos, un elegido por un cáncer precoz, un chico atropellado por un tren o un muerto por la mano de otro. Yo lo sé, he visto cientos de cadáveres y lo sé. También sé que muy pocos lo sienten así, muy pocos sienten que la muerte es más natural que la vida, mucho más natural. No se dan cuenta, la mayoría no se da cuenta.
Eso puede traerme problemas. Que los erróneos sean mayoría puede traerme problemas. Conozco a los erróneos, yo mismo pude ser uno de ellos.

Estoy exhausto. Tengo que descansar. Presagio que voy a necesitar de todas mis fuerzas. Y lucidez de pensamiento. Me recuesto al lado de Lucía y me miro en sus gigantes ojos verdes, fijos, aún amantes. Previniéndome de los erróneos. Desde afuera, la luz y el ruido de esta mañana de jueves se han inmiscuido, irremediablemente, entre los dos. Me asomo por la ventana para mostrarle mi odio a esa mañana invasora. Una fila de cuatro taxis, marchando casi a paso de hombre, fastidian por igual a peatones, dos colectivos y varios autos particulares. Cuando me echaron de la financiera manejé un taxi. No duré ni un mes. Cosas como estas fueron las que me molestaron, humillar la voluntad de pegar un volantazo, apartarme del cordón y acelerar aunque no llevara pasajero. Y los códigos de los taxistas. Y perderme cada vez que me sacaban del centro. Y aguantar la desconfianza, la soberbia, de los que subiéndose a un taxi se sienten jefes por un rato. Después del taxi vino el locutorio. De noche. Al principio no fue tan malo. Leía, escribía, escuchaba música, navegaba por Internet, a veces dormía. El dueño empezó a caer pasado de merca, o en abstinencia, a las tres o cuatro de la madrugada, siempre violento, quejándose de la poca recaudación, diciéndome “no vayás a querer cagarme negro de mierda”. Una vez me dijo que le gustaba mi culito. Ahí me fui. Anduve un mes sin un peso y terminé aceptando un trabajo que me consiguió el amante de mi vieja. No quería pero no tuve más remedio, el tipo le había calentado la cabeza a mi mamá diciéndole que yo era un vago, un atorrante, que qué hacía a mi edad todavía viviendo con ella, que él estaba gustoso de mantenerla pero que yo me aprovechaba de la situación, todo eso le escuché decir, a través de la puerta del dormitorio, una tarde que no me oyeron llegar al departamento. El trabajo era en una fábrica de artículos de limpieza en Berazategui, yo tenía que controlar la entrada de la materia prima y la salida de las cajas con los productos elaborados y, al final del día, pasarle las planillas al encargado. Una pavada, pero tenía que levantarme temprano porque la fábrica quedaba lejísimos y a lo largo del día me aburría como un hongo. En ese tiempo mantuve más conforme al tipo que andaba con mi vieja, aunque lo mismo me mandó a marcar de cerca por una especie de capataz, un pelado que desde el vamos me cayó antipático. Sólo por el asunto de mi mamá aguanté más tiempo que con el taxi y el locutorio.
El que me salvó fue Lucho. Me contó que se iba de Limpilandia para trabajar en una funeraria, que necesitaban a otro para la noche, que no hacía falta experiencia, que si yo quería lo hablaba al dueño. Le dije que sí y, acabada la quincena, empecé. La primera noche conocí a Pérez, un flaco de unos cuarenta años que había renunciado porque se volvía a su pueblo, él tenía que enseñarme a trabajar con los muertos. Pérez estaba contentísimo y más que dispuesto a pasarme los secretos del oficio, él odiaba toquetear cadáveres y odiaba la ciudad, la oportunidad de regresar adonde había nacido le equivalía a haberse ganado el gordo de Navidad. Fue una cosa teórica porque no cayó ningún cliente. Lo mismo a la otra noche. Recién a la tercera tuve la posibilidad de verlo trabajar con un anciano consumido que, después de Pérez y rumbo a la sala de velatorio, parecía veinte años más joven. Tengo que reconocer que pese a su aversión, mi entrenador era un profesional. Al otro día atendió a dos, una gorda a la que nos costó encastrar en el ataúd y un tipo con el que Pérez no se esmeró, porque se había suicidado tirándose abajo de un tren y lo iban a velar a cajón cerrado. Otra vez nada la siguiente noche. A la sexta me dejó participar. Me tocó limpiarle, cortarle y esmaltarle las uñas a un morochazo de treinta y pico largos, que se había pasado con el esnife y el whisky, todavía tenía olor a vómito, Pérez me hizo rociarlo con perfume y pegarle los labios con la gotita, porque la boca le había quedado abierta y daba impresión la lengua negra que se le aparecía entre los dientes. “Hoy te las arreglás solo pibe”, me dijo a la séptima noche, y me las arreglé muy bien con el petiso sesentón que apareció a eso de las cuatro, cuatro y media, tanto que cuando terminé, el flaco Pérez sentenció: “qué raro sos pibe, parece como que lo hubieras disfrutado”.

A pesar de una sombra de miedo, estoy feliz. Creo poder discernir que la adrenalina de esta felicidad es más espesa, más torrencial que la adrenalina del miedo. Detesto sentir miedo aunque no sea mucho, no es justo que me suceda. Pero sé que lograré congelar esa sensación y quedarme solamente con la que me complace, me nutre. Lo mismo, sé que crucé una frontera y los erróneos no van a perdonar mi diferencia, mi capacidad de tomar lo que a todos nos ha sido concedido pero sólo está reservado a los que nos atrevemos. Como yo me atreví. Es imposible de que sean capaces de entenderlo. Lucía sí, estoy seguro que ella lo hubiera entendido, lo entiende. Es bueno saber eso, y es bueno saber que tengo tiempo, la ignorancia de los erróneos me da tiempo, gracias a su ignorancia estoy seguro de que voy a conjurar los problemas que puedan traerme.

El día que el flaco Pérez se fue definitivamente, se le hizo una despedida a eso de las ocho de la mañana, para que hubiera más compañeros, que estuviéramos los del turno noche que dejábamos el servicio y los del turno mañana que recién lo tomaban. Teníamos dos velorios, pero ambos habían arrancado a la siesta del día anterior, de modo que, salvo que justo cayera un muerto fresco, calculamos que mucho trabajo no iba a haber. Improvisamos una mesa con la tapa de un cajón barato y dispusimos ahí triples de miga, alfajorcitos de maizena y vasos de plástico con Coca y Fanta. Silvia, una chica que se ocupaba de la parte contable, tomó Sprite light. No cayó ningún finado y la fiesta estuvo linda. Al irse, Pérez me dio un abrazo, me deseó suerte y me recomendó que no me lo tomara tan en serio. No sé por qué, un poco me emocioné.
Justo la primera noche que estuve solo, llegó el cuerpo de una chica joven. Se llamaba María del Carmen Barrientos y tenía diecinueve años, eso vi en el certificado de defunción. Como era del interior no había que preparar velatorio, sólo acondicionarla en el féretro y proveer un furgón para el traslado. Tenía puesto un camisolín de hilo, lleno de florcitas rosadas y celestes, casi transparente. Sus brazos y piernas ya estaban rígidos, pero todavía no se había enfriado del todo. Desnuda era hermosa. Me asqueé de mí por tener una erección. Fue la única vez que me pasó, supongo que por la inexperiencia, desde entonces en más lo empecé a disfrutar sin vestigios de esos horrores propios de los erróneos.
Tuve amantes de toda clase, inclusive una negra y dos chinas. Por desgracia, no tenía muchas oportunidades, nunca me gustó que fueran demasiado grandes y justamente la desgracia toca con mayor frecuencia a las demasiado grandes. En un período de escasez, probé con un adolescente varón pero no me gustó. Fue la excepción y descuento que a causa de su sexo, porque con sus más y sus menos siempre fue gratificante. Y nunca fracasé, salvo con una pelirroja que por una cuestión judicial había estado demorada en cámara de frío y no pude separarle las piernas, y otra, también pelirroja aunque no tanto, que me la entregaron con una autopsia desprolija, un tajo de la garganta al ombligo cosido como un matambre y los pechos mal reacomodados.
Fueron más de diez años, diez años intensos, lujuriosos, omnipotentes. Cada noche, al momento de transponer las puertas de la funeraria, se abría la posibilidad de una aventura, eso era lo más excitante, después no importaba si esa noche, y la otra, y la otra, no ocurría nada, yo sabía que a la siguiente, o a la otra, o la otra, más tarde o más temprano, una nueva presa asomaría, tal certeza ni siquiera exigía paciencia.
Entonces apareció Lucía.

Trabajar de noche reduce la vida social. Yo dejaba la funeraria a las ocho, dormía hasta las cuatro de la tarde, me duchaba, almorzaba, miraba tele hasta eso de las once y ya tenía que volver. No había tiempo para nada. Y para peor, mi día franco era el miércoles. Los dueños estaban contentos conmigo y dos o tres veces ofrecieron premiarme cambiándomelo al sábado, pero yo ya estaba acostumbrado y no quise. Además, estadísticamente, los sábados habían sido los mejores días.
Conocer a Lucía fue entonces pura casualidad. Sus padres y el hermanito menor habían fallecido en un accidente de ruta, ella se desmayó en ese velorio familiar y yo ayudé a atenderla. Cuando la vi recostada en un diván dispuesto en un cuartito para ocasiones como esas, estaba tan pálida que parecía muerta. Creo que en ese instante me enamoró.
Olvidado del arte de la seducción, tuve muchos tropiezos, todos disimulados porque a ella ni se le cruzaba por la cabeza que yo pretendiera conquistarla en medio de un duelo tan reciente. Sólo al cabo de seis meses se dio cuenta, primero se sorprendió, después se escandalizó, más tarde se enterneció, me pidió tiempo y, aunque me mantuvo a cierta distancia, no dejó de verme. Me advirtió que, si bien desde la muerte de su familia estaba sola, antes del accidente había tenido una vida sexual muy agitada, muchos hombres e incluso alguna que otra mujer. Me confesó que ella no había estado en el coche el día del accidente, precisamente para no perderse un menaige a trois organizado por una compañera de la facultad con el profesor de Historia del Arte. No me importó, todo eso había terminado y ella sería para mí solo, estaba estúpido de alegría, mi amor era tanto que desde el mismo momento en que la conocí no la traicioné, jamás amé a otra mujer, pese a que, extrañamente, muertas jóvenes muy apetitosas empezaron a caer a la funeraria con una habitualidad inusual.
No me costó ningún esfuerzo. Amaba, amo, tanto a Lucía, que estar a su lado fue, es, una gloria, a tal extremo que dudé de mis certezas y estuve a punto de sumarme a los erróneos. Si hasta hubo un largo tiempo que lo intenté, pero sólo estuve verdaderamente confundido la semana que siguió al día que Lucía aceptó mi amor, por culpa de los paseos en los parques, el cine, las cenas románticas, ese sábado que falté a la funeraria y bailamos boleros en su departamento, las palabras, los besos. Después no, después de la tercera vez que quise amarla y no pude ya no estuve confundido, me demoré un largo tiempo sólo por la indecisión que a veces tenemos los que no estamos muertos, por la falta de coraje para asumirme distinto, ser minoría, o ser solo, pese a estar seguro de la verdad.
Pero fui capaz de apartar eso y la maté. La maté porque la amaba. La amaba y no podía amarla. Por eso la maté y al fin pude amarla y quedaron atrás los fracasos y su humillante paciencia y comprensión. La maté y la he amado, con más placer que a ninguna otra, ya es mañana plena y hace horas que estoy haciéndole el amor, colmado, gozoso, feliz, he perdido la cuenta de cuántas veces la penetré, la disfruté, habrán sido seis, siete, quizás ocho erecciones magníficas, vigorosas, seis, siete, quizás ocho explosiones de mi torrente inundando sus fuentes muertas.
Naturalmente muertas.

jueves, 15 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 1: Teresa Carreño, la que casi le puso a Lincoln un piano de sombrero

Esta historia la conocí visitando en Caracas el Centro Cultural Teresa Carreño, un complejo con un diseño arquitectónico soberbio tanto exterior como interior, obras de arte que lo ornamentan (impresionante “Cubos virtuales blancos sobre proyección amarilla”, que cuelga del techo del foyer), y un teatro muy moderno y funcional para dramaturgia, ópera, ballet y conciertos, con escenarios desplazables, cuatro subsuelos de talleres de escenógrafos, vestuaristas y tramoyistas, telón cortafuegos, impecable distribución de todas las comodidades y una acústica basada en un sistema de “nubes de sonido”, que consiste en placas metálicas que fueron diseñadas y probadas una por una y en conjunto.









El padre de Teresa, un compositor de música para piano, había puesto toda su esperanza en que la hermana mayor de Teresa fuera la ejecutante famosa de sus obras. Pero parece que la hermana de Teresa era bastante tronco. Una noche el padre escucha la interpretación, perfecta, de una de sus composiciones más difíciles, se acerca a la sala ilusionado con que es su hija prelidecta la que está al piano, pero no, es Teresa, que para ese tiempo habrá tenido 6 o 7 años. Esto era a principios de la década de 1860 y como habrá sido la cosa desde ahí que, en 1862, antes de cumplir los 9, dio un recital público en el Irving Hall de Nueva York, donde estaban viviendo porque el padre y casi toda la familia tuvo que rajarse de Venezuela por la Guerra Federal, sin un mango, y la pendeja mantuvo tocando piano a los 13 o 14 que eran.
En 1866 se fue a estudiar a París y entre 1871 y 1885 dio conciertos en los auditorios más porongas de Europa, América, Sudafrica, y Oceanía, además de haber sido solista de la filarmónica de Berlín y haberse hecho amiga de, entre otros, Brahms (que para elogiarla dijo que “tocaba como UN pianista”), Liszt, Wagner y Clara Schumann.
Cuando se vuelve a Caracas, el presidente de Venezuela le encarga organizar la temporada de ópera, que fracasa porque los forros de la sociedad de ese tiempo le hacen un boicot porque es divorciada; se nota que juá, la chica no era de someterse a los prejuicios porque a esa altura del partido iba por su segundo marido y, para principios de 1900, por el cuarto, que encima era su segundo cuñado.
Siguió haciendo giras y conciertos y también componiendo (es autora de más de 40 piezas). Acabó viviendo en Nueva York, donde se murió en 1917. Lincoln la invitó a tocar en la Casa Blanca y, como el piano estaba desafinado, estuvo ahí de alzarse a la mierda, saltó de la banqueta y dijo que no tocaba más. Parece que Lincoln zafó del papelón porque le pidió “The Mockingbird”, su canción favorita, que resultó ser la misma que de Teresa.
Para mí que Lincoln lo sabía y, también para mí, que Teresa se hizo la boluda.

jueves, 8 de abril de 2010

Grieta de fatiga (Fabio Morábito)


Supe de este tipo por una entrevista que le hizo Oliverio Coelho a cuento de “Emilio, los chistes y la muerte”, una novela que nomás saber algo del argumento, enseguida tuve ganas de leer pero todavía no la pude conseguir. Ahora, después de leer los 15 cuentos de “Grieta de fatiga” (gracias Carina), las ganas se han multiplicado, porque la prosa de Morábito es una vaselina de tanta fluidez y ojo, que este valor es de mérito porque ninguno de los 15 cuentos pueden considerarse objetivamente fáciles, así que, colofón, escribir fácil es difícil.
No es lo único y ni siquiera lo principal. Todos los cuentos están plagados de complejidades de la naturaleza humana, que se perciben y provocan sin necesidad de que el autor las haga explícitas, muy por el contrario, emergen con toda claridad de una escritura sutil, o al menos alejada de lo directo, en fin, puro arte literario como yo lo concibo y me gusta. “El tenis de los viernes”, el 6° cuento, es para mí emblemático en este sentido.
Pienso que ninguno de los inicios de cuento puede considerarse atrapador, pero todos desatan intriga, no esa clase de intriga ligada con el suspenso o el secreto a develar, sino más bien una cosa como de ¿a dónde me quiere llevar este tipo? Y uno quiere ir.
Los menos de los finales son cerrados, y estuvo bien cuando Morábito eligió terminarlos así (“El gesto”, por ejemplo); la mayoría de los cuentos (y también estuvo bien) siguen más allá del punto final o, como en “Huellas”, es uno el que se queda queriendo cerrar el cuento.
En “Huellas” justamente, me quiero detener un poquito. Es el primero de los cuentos y el que más me gustó de una antología en la que cuesta elegir un favorito (bueno, no hace falta). “Huellas” es una montaña rusa, en menos de seis páginas la cabeza del protagonista pone al lector en alternativos estados de intensidad, tensión y, digamos, desinfle, con una consistencia de tanque blindado. “Armaduras”, el 14°, también me parece especialmente recomendable, cerrado tras una comedia graciosísima con un final de efecto; creo que en este cuento es donde más se arriesga Morábito y le salió fenómeno.
Bueno, nada más para lo que da este espacio. Para terminar sólo un obvio llamado a la solidaridad: ¿a quién le compro “Emilio, los chistes y la muerte”?, o ¿quién me lo presta?, ¿o me lo regala? (jé), o ¿a quién se lo puedo robar?