jueves, 21 de abril de 2011

Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy


Ya había comentado lo bien que me había impresionado este tipo con “No es país para viejos”, lo primero que le leí. Dos o tres más que le conocían el pedigree mucho mejor que yo, me dijeron que LA novela a leerle era “Todos los hermosos caballos”.
No se equivocaron. Por un lado, la historia tiene una progresión narrativa casi perfecta, el interés crece y crece, superada la dificultad de abordar el desorden de las primeras páginas (desorden que tiene plena justificación en la necesidad de “plantar” así y sólo así al protagonista), la trama es un tobogán del que uno no se quiere bajar, pero aunque conduce a un destino que para mí el autor tenía claro desde que escribió la primera línea (por lo impecable que articula todo), no es un tobogán lineal, y las curvas y contracurvas no son disgresiones o lateralidades para llenar papel, si no que terminan siendo la esencia para que el comportamiento de los personajes, el nudo dramático y el desenlace sean verosímiles.
Uno de los puntos de apoyo de la novela, es la relación de los personajes principales con los caballos, una relación que se pinta con mucha carnadura y que también permite entender, aceptar, decisiones que sin ese contexto tan bien construido, podían haber sido dudosas. Más que explicarlo me sirve transcribir: “El muchacho que montaba un poco adelantado a él no sólo montaba como si hubiera nacido cabalgando, que así era, sino como si de haber sido engendrado por malicia o mala suerte en un país extraño donde no hubiese caballos él los habría encontrado. Habría sabido que faltaba algo para que el mundo estuviese bien o él bien en el mundo y se habría puesto en marcha para vagar adonde fuese durante el tiempo necesario hasta encontrar uno y habría sabido que aquello era lo que buscaba y así habría sido”.
El texto transcurre fluido, rítmico, apelando en las partes trascendentes sólo a lo imprescindible, salvo durante los remansos, varios pero agradables, en los que se detiene para contemplar los paisajes en los que primordialmente trascurre la historia. Es un texto que hace ver y sentir, hay tramos muy emotivos (me quedo con el encuentro final entre John Grady y Alejandra), otros profundos y con ligazones a la historia, la cultura, la sociedad del tiempo en que se instala (y acá destaca particularmente la tía de Alejandra). McCarthy no ilumina totalmente los rasgos y motivaciones de los personajes, y se hace muy placentero percibirlos en lo sugerido, en lo no dicho, pero de todas formas —vale la pena aclararlo en términos de la corriente literaria a la que creo pertenece la novela— la posición del autor y la resolución de la historia son directas e indudables.
En el 2000 se hizo una película basada en este libro, con Matt Damon en el papel de John Grady, dicen que, a diferencia de los Coen (“Sin lugar para los débiles” basada en “No es país para viejos”), no se han lucido mucho, tendré que verla para opinar por mí.

martes, 12 de abril de 2011

La conjura de los necios, de John Kennedy Toole


No me cae bien un tipo que se suicida porque no le publican una novela, lejos de ver apasionamiento veo un narcisismo patológico y una vida que habrá sido muy pobre para no tener razón de vivirla sin su libro en las vidrierías de las librerías. Así que Toole no me conmociona por ese lado, sino porque construyó una sátira descomunal a través de una arquitectura de texto casi perfecta para mi gusto, cómo me lamento no haber leído antes esta novela.
Más allá del protagonista excluyente, Ignatius Reilly, un border desopilante que desea un mundo que atrasa por lo menos un siglo, hay un mosaico de personajes que asoman como simples complementos laterales y terminan, todos, teniendo brillo propio, por nombrar sólo dos, y nombrar sólo dos es injusto, el contrapunto con Myrna Minkoff, otra border pero en las antípodas de Ignatius, o el negro Lee, una acidez extrema para burlarse de su propia condición.
En determinado momento, el fundamentalismo de Ignatius alcanza ribetes épicos, aunque sólo para su cabeza afiebrada, porque sus pensamientos, sus escritos, sus planes para que sus ideas incidan en el entorno al que accede (entorno por otra parte apropiadísimo), son tan absurdos que ya dan risa desde que empiezan a esbozarse, y como los personajes entre los que alterna son uno más estrambótico que otro, termina de armarse una cadena de episodios en el que no puede encontrarse una pizca de razón, y es entonces, en esa irracionalidad, que aparece el mordaz sentido crítico, irónico, con el que Toole escribió la novela.
Pese a una estructura demasiado lineal y a que no todos los episodios aludidos tienen el mismo nivel de creatividad, chapeau para la intención del escritor, y seguramente le reconocería más si como presumo, ignoro y por eso me pierdo, muchas alusiones al momento e incluso al folklore, de la Nueva Orleans en el tiempo que la novela se instala.