martes, 27 de septiembre de 2011

La lenta furia, de Fabio Morábito


En este libro de cuentos, veo el arte de Morábito sobre todo en el “cómo”, porque la forma, simple y sin rebuscamientos, en que están escritas cada una de las historias —un colmo de desmesuras, plagadas de episodios y personajes objetivamente inverosímiles— construye un “qué” aceptado, paladeado y vivenciado como lo más natural del mundo.
Pero entonces, embarcado en esa naturalidad, es posible aproximarse, aunque sea por intuición o sensación, a contenidos por debajo de las capas superficiales de los textos, por ejemplo en “Los Vetriccioli”, un contrapunto entre dos familias de traductores, encontré familiaridad con los Cronopios y los Famas, y en “El huidor”, por citar sólo uno más, es soberbio cómo, partiendo de un personaje absurdo, casi cómico, incluso grotesco, llega en el final a una atmósfera tan triste, tan agustiosa.
Los dos cuentos del libro que más me gustaron fueron el primero, “Las madres”, y el último y más corto de todos, “Oficio de temblor”. “Las madres” porque Morábito construye un texto de contraste, entre casi todo el tiempo con el ritmo y las alternativas de una ola de tormenta furiosa (el primitivo y salvaje mes durante el que las madres entran en celo), y el final de la misma ola una vez que rompió y llega mansita a la playa. “Oficio de temblor”, una cadencia constante en cambio, me gustó especialemnte por el terremoto como personaje, tan bien imaginado por el autor, calculador, paciente, pensante, casi siempre destinado a satisfacerse, pero incluso a veces, frustrado. De perlita, transcribo cómo arranca: “El temblor no llegó con su intenso cortejo de cristales ni su amplia funda de razones. Apenas se insinuó de casa en casa, sedoso y delicado, palpando las esquinas y las puertas. Los que dormían en los últimos pisos del edificio oyeron los golpes espaciados con que tanteaba la solidez de la construcción, un tenue ¡pum! ¡pum! ¡pum! Que la mayoría confundió con los latidos de sus pechos. Era como el primer ruido del mundo, no manchado por ninguna impureza.”

viernes, 23 de septiembre de 2011

Papeles en el viento, de Eduardo Sacheri


A Sacheri no hay que pedirle subtexto, elipsis o roscas por el estilo, lo de Sacheri es todo servido, todo iluminado, todo directo. Y con independencia de que a mí me gustan más los textos con un poco de oscuridad, segunda lectura y algo más de espacio al lector, no hay duda de que el tipo tiene mucho oficio en su estilo.
Acá la historia responde a una idea muy imaginativa y con personajes que en el arranque están bastante bien construidos, el registro es más que consistente y la lectura fluida, con una estructura muy interesante de capítulos dobles, una parte es del presente, la otra del pasado, no necesariamente relacionadas entre sí, y se hacen agradables esos continuos saltos atrás y adelante.
El problema arranca más o menos de la mitad de la novela para adelante, desde ahí los episodios empiezan a parecer forzados, los diálogos demasiados estructurados y sobre todo superabundantes, repitiéndose en exceso en lo esencial de lo que se quiere decir. Por otro lado los personajes, que para mi gusto son por lejos lo mejor del libro, pierden buena parte de la consistencia que tenían, y atrás de eso (o quizás como causa) suceden ciertas circunstancias medio golpe bajo y/u otras que se caen de lo verosímil, particularmente el desenlace, un poco por el cambio de actitud de uno de los personajes (ojo, hay un intento de justificarlo, y no es malo, sólo que me parece insuficiente para la personalidad que se me vendió hasta ahí), y más que nada porque no se entiende la relación entre el plan urdido y ejecutado con éxito por los protagonistas, y la ventaja que obtienen.
Otro déficit a mi entender, es que el texto no invierte lo necesario (o lo invierte mal) para justificar, instalar en el lector de manera creíble, el afecto que tres de los protagonistas sienten hacia un personaje secundario, y no es un tema menor porque ese afecto es el móvil excluyente de todo lo que hacen.
Para terminar, una buena, por lo menos para todos los futboleros. Se nota que Sacheri tiene cancha, quiero decir cancha de haber estado y sufrido partidos de fútbol, y lo demuestra en uno de los últimos capítulos (parte pasado), los “papeles en el viento” mientras se espera para salir del estadio después de un partido que se ganó.
Y otra buena, son más de 400 páginas que se leen de una sentada, eso siempre tiene su crédito.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Vida de santos, de Rodrigo Fresán


Lo empecé a leer desanoticiado en cuanto a de qué la iba, ni siquiera sabía que cada capítulo eran cuentos que admitían lectura independiente, salvo el último (de ¿agradecimientos?) y el penúltimo, el que más me gustó, aunque no sé si por el bien conseguido tono de epopeya aventurera del personaje que finalmente muestra la cara, o porque resume (e ilumina) la relación de todas las historias, que hasta ahí tenían un hilo conductor, pero que al final terminan conformando la trama de una novela bastante hecha y derecha.
Me costó agarrarle la vuelta al código Fresán de estos cuentos-novela. Y, en el pecado está la virtud (o viceversa), muchas de las dificultades tuvieron que ver con el estilo cultivado, grandilocuente y denso de los relatores siempre en primera persona, largos fraseos que muchas veces obligaban a releerlos más de una vez, pero para mí es justamente esa elección la que apuntala la ironía blasfema y hereje que chorrea el texto, materializada mediante personajes y episodios ingeniosos, tanto en sí como en su nexo, aún traído de los pelos a veces, con la Biblia, los Evangelios, el Vaticano, la vida de Jesús, etc, etc., e incluso otros hechos que se salen de la apelación religiosa o cristiana, y también de lo universal para concentrarse en lo argentino, como cuando uno de los personajes crea una historieta fantástica cuyo héroe, un NN marca registrada, así se llama, recupera “las manos perdidas del Gran Líder”, trae a la vida a sus “antiguos y desaparecidos compañeros”…que no son reconocidos por sus nietos y bisnietos y se los ubica en los cuartos del fondo. (nota importante, Fresán escribió “Vida de santos” entre diciembre de 1991 y marzo de 1993).
Me gustó, como efecto muy funcional, el esmero de Fresán para elegir, imaginar, asociados a cada capítulo, lo prodigioso, lo descomunal, lo excesivo, en ese sentido son especialmente impresionantes el “Sagrado Hotel de Todos los Santos en la Tierra”, el REAL ascenso a los cielos (a los infiernos, en los términos Fresán) en el The End de la película “La Crucificción”, la dantesca escena de la policía allanando el domicilio de Sebastián Coriolis o la increíble “Música para destruir mundos”.
Al final entonces, no puedo decir que sea una obra absolutamente redonda, pero no estoy arrepentido de haberla leído, al contrario, y en tren de elegir partes dónde mejor la pasé, me quedo con (igual, no se entusiasmen demasiado con el ejemplo, éste no es el ritmo prevalente): “…Un tipo que quería aislar a Dios. Decía que Dios era un virus. O una célula. O una neurona. O una enfermedad. O un cromosoma. No sé, algo por el estilo. Decía que los que creían en Dios tenían abundancia de eso en la sangre. O en los huesos. O en el cerebro. O en algún lado. Y los que no creían eran inmunes al virus, o carecían de ese cromosoma y no podían ser contagiados. Estaba seguro de eso. Lo que le interesaba era aislar a Dios e inyectárselo a personas que no creyeran para ver lo que pasaba. Quería ver en qué mutaba un agnóstico terminal al ser inyectado. Quería ver si una dosis masiva de Dios capacitaba a alguien para hacer milagros. Caminar sobre las aguas y esas cosas. Quería ver si un Dios inyectable era el remedio para todos los males de este mundo…”.