sábado, 21 de enero de 2012

El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq


Las primeras sensaciones no me fueron gratas. Tal vez influyó la gran expectativa con la que empecé a leer a este tipo, el esperar a que todo fuera perfecto, pero de entrada me pareció que el abordaje sencillo y la fluidez de la prosa enmascaraban desprolijidades e imperfecciones del texto. De todas formas, hay que ser prudente cuando se trata de traducciones, pero siendo que se trataba de una traducción de Anagrama…
Después me molestó, y esto, a diferencia de lo de la prosa, me siguió molestando a lo largo de toda la novela, las referencias frecuentes a marcas de productos y excesivos detalles de sus atributos, aun cuando esos detalles no sumaban absolutamente nada a la circunstancia que se relataba, por ejemplo los óleos, cuando el protagonista se dedica a la pintura, o el Audi que maneja cuando se vuelve rico, cobran ribetes de “chivos”.
Pero ahí se te me terminan las críticas negativas, que ahora, terminada la novela y teniendo reunido todo el conjunto, incluso me parecen superficiales y menores al lado de los méritos. Y, relacionado con lo de los “chivos”, no forma parte de la queja, en razón de lo que digo en el párrafo que sigue, la trascendencia que tiene la Guía Michelin cuando Jed Martin, el protagonista de la novela, se dedica a fotografiar mapas de la susodicha guía.
La primera cosa buena es el título de la obra, ¿qué puede haber detrás de un título así?, ¿cómo hacer para sostener a lo largo de toda la novela lo que sea que haya?, ¿no será excesivamente pretencioso?, algunas de las preguntas que me hacía antes de empezar a leer. Nada pretencioso, al contrario, una elección notable, fácil de comprender y profunda a la vez, justificada y alimentada todo el tiempo a partir de su revelación, el mapa y el territorio, su sentido, el concepto emergente (en la cabeza y el espíritu del protagonista y varios de los personajes que lo rodean, sea de modo consciente o no) del mapa más importante que el territorio, me siguió, me sigue repicando unos cuantos días después de haber leído la última página. Y en mi entender eso ocurre así de intenso porque Jed Martin y el resto de los personajes más destacados (en mi ranking el padre, Olga que es una especie de novia o amante, el mismo Houellebecq que se asigna un rol y Jasselin, un comisario cuando la novela da un giro a thriller) están muy bien construidos y por eso resultan tan verosímiles, que uno lector acepta como palabra santa lo que dicen, piensan o sienten.
Más allá de que la novela es muy palatable (enseguida se me pasaron esos disgustos de la prosa que comenté al principio), muy rápido uno se da cuenta que Houellebecq está diciendo muchas cosas por abajo del texto, y en el caso de “El mapa y el territorio” no tanta filosofía (igual tiene) como escuché que hay en varias de las novelas precedentes (no me consta, ésta es lo único que le leí completo, ahora estoy arrancando con “Las partículas elementales” y pareciera que sí), sino más bien ironía y mordacidad con cuestiones como el culto de la imagen y la entrega a fenómenos económicos decadentes (incluyendo al mundo del arte), una entrega mansa pese a que quienes se entregan saben, algunos con más certeza o conciencia que otros, del sin destino al que van por ese camino. La última cena con el padre (complementada con las reflexiones de Jed Martin cuando revisa cosas de su progenitor en la casa que acaba de vender) y el último encuentro con Franz (su galerista cuando se transforma en pintor) son, pese a la emotividad, ejemplos tristes y angustiantes del pesimismo adonde nos hace desembocar Houellebecq, al cabo de los trances no tan desagradables por los que nos hizo pasar antes su ironía.
En ese sentido, “El mapa y el territorio” podría ser una especie de ensayo novelado. Y al respecto hay en la novela otra cuestión, que después de algunas dudas la menciono entre sus méritos, y es que Houellebecq no se priva de hacer gala de su erudición. La duda surge a partir de que un lector como yo, ignorante de muchas de las referencias a pensadores y artistas varios, se quedó afuera y probablemente no entendió en su totalidad unos cuantos tramos del texto, por ejemplo la cita a William Morris y lo que desde allí se desencadena, pero al cabo me inclino por la positiva, un poco porque Houellebecq no tiene la culpa de mi ignorancia, y otro porque el tipo se compadece y no me deja tan en bolas, sino que deja caer algún que otro guiño conceptual, lo que al menos me permitió asomarme al de qué se trataba.
Sigo, son orden ni concierto, sólo a medida que me acuerdo. Hay dos encuentros entre Jed Martin y Michel Houellebecq (como dije antes, cuando deviene en personaje de la novela) que son excelentes, menos por cómo están relatados (completos, detallados, es como si uno estuviera ahí) que por los diálogos, magníficos, que sostienen. Esos dos encuentros están entre lo mejor conseguido de entre unas cuantas bien conseguidas.
La novela está organizada en una introducción (breve para ser introducción), tres partes y un epílogo (largo para ser epílogo). Si me viera en la obligación de elegir, diría que ese epílogo es lo que más me gustó, me quedaban treinta páginas, eran como las 2 de la mañana, me caía de sueño y lo mismo no podía parar de leer. Y ojo, no se trataba de la ansiedad propia de llegar a develar un enigma, porque a esa altura ya estaba develado el enigma creado en la tercera parte, tampoco el llegar a la resolución final en términos de sucesos (que de paso, es una resolución bastante formalita en esos términos, no está ahí lo mejor del final), sino que era la necesidad de seguir escuchando las voces más internas de los personajes que a esa altura subsistían, voces que ahora se me ocurren, son durante ese final de la novela, el momento en que el escritor más las usa para decir él Houellebecq lo que quiere decir.
De todas maneras, llenarme la boca con el epílogo no pretende restarle elogio a lo demás, un tipo que nos agarra de entrada hablando de una pavada como una caldera rota y ya no nos suelta más, es porque fabricó un texto casi sin altibajos (quizás la parte del romance con Olga caiga un poco). Sí y a no confundir con altibajos, tiene ritmos distintos, lo que acaba resultando muy adecuado y funcional a la trama.
De las reseñas y críticas que leí, la que más me identifica y por eso termino transcribiendo una partecita, es la de Nuria Azancot para “El Mundo”: “El mapa y el territorio es su última gran provocación, una bomba de relojería contra el arte moderno y la cultura contemporánea…El final resulta, inevitablemente, desolador: sólo quedan la impostura y la muerte, pero antes se suceden páginas llenas de amor y derrotas”.

1 comentario:

Oscar Daniell dijo...

Emilio, estuve leyendo (más bien tardío el hombre) tu excelente comentario de la novela de Hollebeck (creo que lo escribí mal). Te quería comentar que también la leí en su momento y que coincido en un 99.9999% con vos (es decir, "tiendo" a ese 1 absoluto).
Pero te quería comentar algunas cosas, que se me ocurrieron al leer tu comentario (por otra parte te cuento que llegué a tu blog medio al voleo (¿o boleo?) porque en mis mensajes de hoy me llegó uno de Isabel Bertero y, atando los piolines me dije: "Ezto tiene que ver con el viejo Emilio ¿no? y ¡tras cartón! te me aparezizte voz, como si fueras mandinga.) Bueno vuelvo:

Creo que eso de los chivos es una piolada propia de los mauriboys, gente aventajada que trata de recaudar dinerillos de donde venga.

Si, concuerdo que la novela tiene buena estructura pero ¡Atention! que buenos estructuralistas hay a pala, con tanto experto girando en el ciber y en el tele espacios (f.i., Canal Encuentro + charlas de Piglia + ex-talleristas puestos a montar tablao propio (un servidor, no de Internet sino in body).

Te comento que lo de los largos pre y/ post facios me resultó siempre sensacional. Yo a los 13 o 14 años ¿y las pibas, pibito?) me gastaba las horas leyendo las obras de Bernard Shaw (anche de Oscar Wilde y de Ibsen -yo era una rata de libros-)cuya parte más sabrosa estaba en los prefacios de treinta o cuarenta páginas donde "el abuelo" se la pasaba difundiendo sus ideas socioanarquistas (eran "fabianos", socialistas más bien tranqui.

El prefacio a "Santa Juana" (p.e.)era no sólo un estupendo análisis histórico/político sino además un demoledor ataque a la Santa Iglesia Católica mucho mejor que el furibundo "La puta de Babilonia" del colombiano Vallejos (acaba de cerrar un ¡IV Encuentro de Literatura de Buenos Aires! (confieso que ni me enteré de los otros tres primeros)

No contento con la embestida contra la jerarquía católica, el bravo irlandés Bernard Shaw ataca en aquel prólogo a los inefables british que se dedicaron a asar a la pobre Juana (medio delirada ella) como si fuera un pollo al spiedo. Imperdible, te lo recomiendo. En cualquier librería popular lo vas a encontrar (espero que los mauriboys no se lo hayan afanado).

Y en cuanto a la mezcla sagaz y mercadista de todo lo conocido, ya lo practicaba nuestro JLB (primera pluma nacional gracias al ninguneo que practicaron él y sus amiguitas, las hermanitas Ocampo, sus adláteres contra los verdaderos genios literarios nacionales Leopoldo Marechal y Roberto Arlt.

Digo, es mi opinión.