domingo, 1 de marzo de 2009

Elecciones: la pretensión y el coraje, la realidad y el sentido común (*)

(*) Motorizados por las inminentes elecciones presidenciales, en el primer número de "Con perdón de la palabra" (2003), decidimos que todos hablaríamos de elecciones. Cada uno se disparó para lados diferentes y yo había empezado a pergeñar este texto, que en ese tiempo no alcancé a redondear, quedó por ahí y hoy me pintó hacer algo con él.

Quizás pueda ser excesivamente reduccionista, pero en general cada elección nos pone de cara al dilema entre una opción más pretenciosa, normalmente más arriesgada, y otra de menor ambición pero a la vez más segura. No es lo mismo estar en la mesada de la cocina frente a un pollo y decidir meterlo así nomás al horno con unas papas (uno tendría que ser muy tronco para que le salga mal), que optar por deshuesarlo, marinarlo, sellarlo en aceite de oliva extra-virgen y terminar de cocinarlo en una salsa de champagne, curry o crema especiada, con guarnición de champignones y zanahorias baby glaceadas, con el riesgo que conlleva para el resultado final, la mayor necesidad de tiempo, expertisse, atrevimiento y ganas.
Por supuesto que no estoy hablando de pollo con papas, sino de elecciones más trascendentes. Lo primero que se nos dibuja en la cabeza ante la necesidad de elegir, es la placentera imagen del objetivo de la alternativa más grandiosa plenamente cumplido, recién después de un rato (la duración de ese rato depende de la conciencia o inconsciencia del elector) aparece la necesidad de ser algo o mucho más valientes que si nos quedáramos con la alternativa más modesta y, como nos gusta vernos como valientes antes que como cobardes, eso no resulta un problema; tal vez a lo sumo pensamos que vamos a necesitar ayuda, que quizás solos no podremos y, como solemos asumir por los demás conforme a lo que nos conviene, damos por descontado que a la ayuda necesaria vamos a tenerla de manera incondicional, así que ni siquiera lo consultamos con los ayudantes, damos por sentado que estarán a nuestra disposición con más coraje incluso que el nuestro.
Bueno, así salen después las cosas. El halagador canto de sirenas de alcanzar el logro perfecto, por haber tomado el camino de la elección majestuosa, obnubila el sentido común que se necesita para, antes de elegir, leer la realidad. Y habitualmente, cuando la realidad va enseñoreándose, nuestro coraje flaquea, tratamos de acomodar las circunstancias a ese flaquear (y siempre para mal en términos de resultados), vemos la evidencia de que los ayudantes inconsultos hacen la suya y, con sus propias miserias, están lejísimos de suplir nuestras imposibilidades y, finalmente, empezamos a enojarnos con nosotros mismos ya que nos cuesta reconocer el error, más si la elección fue de hace mucho tiempo, pues no hay nada más torturante que admitir que se ha perdido el tiempo atrás de un logro inalcanzable, por culpa de un error de elección imposible de ser enmendado.
Entonces digo yo, ¿está tan mal que de cuando en vez seamos capaces de reconocer nuestras limitaciones?, ¿está tan mal que no nos creamos ser más capaces de lo que somos?, ¿está tan mal darnos cuenta que los demás, por más cercanos y confiables que sean, no nos quieren tanto como para tomar como propios nuestros planes, sueños o utopías?, ¿está tan mal ser un poco cobardes?, ¿está tan mal tener sentido común? Es cierto que no vamos a tener a la honra de “mirá este tipo las bolas que tiene, mirá qué superado, mirá que sólida, qué fiel, es la gente que tiene atrás”, pero tampoco se nos anudarán las tripas de frustración, desencanto y arrepentimiento.
Dos cosas son de todas maneras ciertas: una, la valentía es más linda que la cobardía (o, para no ser tan descalificador, la prudencia), la pasión es más linda que el sentido común, la utopía es más linda que la realidad, así que los errores consecuencia de haber sobrestimado nuestra capacidad (y la de los ayudantes que se precisaban) y/o subestimado la magnitud la empresa, más que como un pecado podría verse como una persecución de la belleza (¡y cómo no va a entenderse y disculparse eso!) y dos, de la misma manera que consumado el fracaso uno se putea por no haber sido más “prudente” (me abuené), de no haberse animado quizás se putearía por no llegar a saber nunca, que qué hubiera pasado si lo hubiera intentado.
Llegado a este punto, este post no sirve para nada. Me voy a poner el pollo en el horno.

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