miércoles, 8 de julio de 2009

Volví a escribir (ojalá me dure)

Estuve más de seis meses sin poder escribir. Supongo que pude volver a hacerlo (en sólo dos semanas escribí 5 relatos y/o cuentos) estimulado con el taller que Julio arrancó este año (Julio Diaco, mi profe de siempre y al que pienso que nunca dejaré de volver), muy novedoso (al menos para mí) en términos de propuestas, metodologías, ejercicios, compañeros y actitud, y también por otro taller (la coordinadora se llama Graciela Repún y si la buscan en internet van a ver lo grossa que es), al que pude acceder gracias a la generosa propuesta y gestión de mi compañero Daniel Lopes. En otro tiempo me había sucedido algo similar en cuanto a silencio, y ahí fue Diego Martínez (que se inventó un Taller Sin Coordinador, que para mi épica tentación de fabricar mitos pasó a ser el "famoso TSC") quién más que indirectamente ayudó a que volviese a escribir y no sé si alguna vez se lo agradecí como era debido.
En fin, volviendo al ahora, una de las cosas nuevas que escribí y me dio ganas de postear acá es el cuento que sigue:

César no tenía que estar ahí temprano
Llegó y ya estaban cenando. —César, tenías que estar acá temprano, sabías bien que necesitaba ayuda y que tu padre no podía —recriminó la madre. El padre, con la cabeza gacha, no dijo nada. César se lo quedó mirando, fijo, como se lo quedaría mirando durante toda la cena. Sin responder al reclamo de su madre, se sentó a la mesa y empezó a sorber la sopa, fría, a demorarse escurriendo los fideos dedalitos entre la lengua y los huecos de las muelas de juicio y, sobre todo, a permanecer con la mirada clavada en su padre, una mirada de odio, helada, casi sin parpadeos. Sin alzar la cabeza el padre sentía esa mirada fija, era imposible que no la sintiera, sabía con certeza que su hijo lo estaba mirando con ojos fríos y acusadores. Después de un silencio mínimo, o un silencio de sorber de sopa, la madre habló y habló, de su día, de que tomates no se podían comprar, de que pasaban una película de Steve Mc Queen que quería volver a ver, de que esta vez se iba a animar a votar a los radicales, de que habían asaltado la agencia de lotería de la avenida, de que tenía miedo que fueran a la cancha el domingo, de que Clara y Antonio se habían separado, de que a ella le daba lástima por los chicos, y mientras tanto padre e hijo sorbían la sopa, uno hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo del plato, otro hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo de su padre a través de la crispación de la frente arrugada y el ceño fruncido, padre e hijo con sus mentes bullentes, llenas de sus propios pensamientos, llenas de pensar en lo que el otro estaría pensando y llenas de las palabras que no podían decirse en presencia de la madre, o que tal vez nunca se dirían, el hijo preguntándose qué era lo que había ido a buscar yendo a sentarse a la misma mesa del padre al que deseaba muerto, el padre sabiendo que no serviría de nada lo que pudiera hacer el resto de su vida para que su hijo no lo deseara muerto.
Cuatro horas atrás los ojos de padre e hijo se habían hundido unos en los otros, aterrados de miedo, de miedos diferentes, cuatro horas atrás padre e hijo estuvieron mirándose, por un minuto, o dos, o cien, en medio de un ensordecer de latidos y un martilleo en las sienes, un ahogo de la respiración que ataba los insultos y un nudo apretado en la garganta que silenciaba las excusas. Y desde la cama, la cama en la que César acababa de sorprender a su padre hundiéndose en el cuerpo de su novia, ella, envuelta en las sábanas, le había dicho:
—César, no tenías que estar acá temprano.

1 comentario:

gustavo dijo...

Me gustó mucho Emilio.