jueves, 4 de septiembre de 2008

De las revistas que vienen en los diarios de los domingos a un amigo muerto ayer.

Las revistas de los diarios de los domingos son pésimas, inútiles, descartables, en fin, pongan los peores calificativos que se les ocurran y acepto. La única que me sorprendió fue la de Crítica de la Argentina, de hecho la cargo en el maletín y me la leo, casi toda, en el subte a lo largo de la semana. Creo que lo que pasa para que me guste, es que las notas están encaradas y escritas con método, estilo y lenguaje de literatura, aunque bien puede ser que sólo sea que los que escriben son más despiertos, o más piolas, o menos encorsetados por la línea editorial. En la de este domingo me enganché especialmente con una nota de Johnny Allon, el título ya está bueno, “El rey del oeste”, un cago de risa este tipo, primero me arranca antipático, cuando declara que Guinzburg lo cagó por haberle puesto el mote de grasa, ¿y qué querés?, me dije, si sos re-grasa, pero con lo que viene después entra a caerme bien, calculo que ahí ayuda Alejandro Seselovsky, el que escribe la nota, una secretaria “conejita”, un señor inquietante que se asoma a la oficina donde transcurre la entrevista, la charla con unos remiseros y con un proveedor de sándwiches, las declaraciones de que González Oro le afanó el dicho “dale gas” y que mandó una carta documento para que no le afanen también “cambiame la música”, en fin, la nota es un cuento bizarro.
Entre los fijos de la revista escribe Cucurto, que a veces está bien y muestra algún reflejo del Cucurto que más me gusta, el de Zelarrayán o Noches Vacías, estuvo muy buena la, digamos nota, de los libreros de la calle Corrientes, no es del último número sino del anterior, pero lo mejor de la revista es, por lejos, la mina que siempre está en la última página, una tal Carolina Balducci que escribe una zaga a la que llama “Mi vida y yo”, una antiheroína de la militancia del desprejuicio y el qué me importa lo que digan de mí, que las más de las veces termina sincerando su frustración con una ironía fantástica, y además, medio que me calienta cuando habla de sus formas voluminosas, sobre todo de sus grandes tetas, pasto para mis amigos Martín y Guille, quienes injustamente, por culpa de un comentario puntual, intrascendente y no vinculante acerca de las proporciones armoniosas de una ex compañera de trabajo, gordita ella, me han cargado el San Benito de que me gustan las gordas, y Guille va aún más allá, porque teoriza que eso se correlaciona con mi afición a la cocina y a las comidas que especialmente involucren frituras, pastas, salsas espesas, cremas y chocolates, la verdad, en mi plan de vida voy a tener que anotar el siguiente deber: “revisar mi lista de amigos”.
Hablando de amigos y de minas, y en realidad del verdadero objeto de esta entrada, se me murió un amigo al que las minas le gustaban en serio, ya había pasado lejos los 90 años y era bastante agnóstico, pero tenía al Viagra en un altar, una vuelta en una charla para jubilados en la que un médico recomendaba caminar, nadar, tener vida social activa, etc., etc., como medicina preventiva para los males de la tercera edad, él se paró y dijo algo así como “permítame interrumpirlo y agregar a la lista hacer el amor, que yo empecé a los 18 años y no voy a parar hasta que me muera”, Eduardo Botta, maestro maestrísimo que tuve la suerte de conocer en el año 2000 cuando me mudé adonde ahora vivo, estaba mal pero lo mismo me duele un montón, un periodista de raza y me cago en el lugar común porque no le cabe otra cosa, mirador mordaz, lector consuetudinario, conversador de esos con los que uno quiere quedarse callado y escucharlo nomás a él contar los dos millones de anécdotas que tenía, un honor que me haya leído cuentos que le pasé, siempre me hacía devoluciones por escrito, piezas impecables que tengo guardadas como tesoro, igual que algunos otros escritos que me regaló, el “Consejos para mis nietos entrando a la pubertad” por ejemplo, una maravilla, cualquiera de la generación a que pertenezco, lee eso y desea tenerlo de abuelo, chau Eduardo, qué macanazo no creer en el paraíso, o aunque sea en el infierno.

No hay comentarios: