jueves, 15 de octubre de 2009

Zapatos negros bien lustrados (respondiendo a las demandas de mi público sub-70)

A las seis y pico de la tarde había subido al subte en Catedral, un gentío impresionante, viajaba sentado gracias a mi notable habilidad para hacerme lugar entre la turba. Los zapatos subieron por la puerta frente a mi asiento en 9 de Julio. De tanto brillo encandilaban. El vagón se llenó de gente, había tanta y tan amontonada, que me era imposible identificar al dueño, apenas podía ver unas botamangas verde musgo cayendo, con elegancia, sobre las relucientes capelladas. No quise pararme para verle la cara al de los zapatos, porque lo más probable es que hubiera perdido el asiento inútilmente: tener a la vista un mar de cabezas no garantizaba asociar alguna con los zapatos negros bien lustrados. A su alrededor, los demás calzados eran una lágrima, y eso que había montones de zapatillas, botas y zapatos de marca, mucho Nike, Prada y Guido, pero nada comparable con el brillo de zapato en la vidriera, de charol, de espejo bruñido, que irradiaban aquellas maravillas subidas en 9 de Julio. Eran abotinados, acordonados con moños impecables; por encima de lenguas que cubrían todo el empeine, las puntas de los cordones parecían titilar como cuatro diamantitos; hacia las punteras el brillo se acentuaba, aunque los talones, e inclusive el borde superior de los tacos, también irradiaban un reflejo magnífico. Daban envidia. Me miré los pies y me prometí gastar tres pesos con el primer lustrabotas que se me cruzara, pero bien sabía que aunque el hombre hiciera su más esmerado trabajo, mis zapatos no podrían estar al lado de aquellos sin sentir vergüenza. Cuando vi que al izquierdo lo rozaba un mocasín marrón y polvoriento, admito haber sentido algo de satisfacción, de modo que llegando a Facultad de Medicina, albergué la esperanza de que se bajaran muchos estudiantes y pudiera encontrarme cara a cara con la decepción que la mácula había causado en el dueño de aquel par de portentos. No se bajó casi nadie y mi desilusión fue mayúscula, aunque enseguida fue compensada en Pueyrredón, porque la aguja de un taco buscando la salida se incrustó de lleno en la punta del zapato negro bien lustrado derecho, y estuve convencido que el violento retroceso del pie que lo llevaba, no obedeció a dolor físico alguno sino a dolor espiritual. Y ahí, precisamente en ese instante, no tuve dudas de que el hombre equilibraba alguna carencia con tan inusual lustre del calzado, muy probablemente el decaimiento de su potencia viril, como si sus dos zapatos negros bien lustrados fueran a compensar testículos venidos a menos.
No me bajé en Bulnes, que era adonde yo iba, porque todavía el vagón no se había vaciado lo suficiente para verle la cara de infeliz al impotente, aguanté hasta Ministro Carranza, donde el boludo encima se sentó, a pasarse un pañuelito de papel por sus zapatos. No era tan viejo como para que las erecciones lo hubieran abandonado, muy por el contrario se trataba de un muchacho de no más de treinta años, morocho y bastante musculoso, aunque en esos casos nunca se sabe, quizás un accidente de chico había sido causa de su incompetencia sexual. Para asegurarme de que el tipo entendiera perfectamente cuántos pares son tres botines, me ubiqué tras él en la escalera mecánica de Olleros, estación donde al fin el imbécil se bajó a rumiar su soledad de impedido, y haciéndome el apurado me le crucé adelante hundiendo la suela de mis zapatos roñosos en sus pomposos sustitutos de atributos varoniles, un pisotón de padre y señor nuestro que le dejó mi huella bien marcada. Tuve entonces plena confirmación de que mis conjeturas debían ser acertadas, pues una vez que el tipo se encontró en la calle, vi con enorme placer cómo esta vez sacaba un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y…¡ensuciaba un pañuelo de seda para limpiarse mi pisotón!
Pero en simultáneo puse en duda mi diagnóstico primitivo: ¿qué hace un tipo con un pañuelo de seda?, era de color celeste aunque lo mismo, no era impotente, ¡era gay!, por eso andaba con esos zapatos negros tan bien lustraditos. Cómo engaña el aspecto de algunos de estos desviados.
Estaba el homosexual meta y meta pasarle su pañuelito de seda a los zapatos, cuando se le acerca una potra impresionante: cara de muñeca, pelo liso larguísimo, parecía una modelo; qué piel, qué ojos, qué tetas, qué culo, un desperdicio que anduviera perdiendo su tiempo con ese pobre enfermo. Casi me muero porque la yegua le revuelve los cabellos, el putito se incorpora, la abraza y le pega un chuponazo como si hubiera querido tragarle la lengua. Qué hijo de una gran puta, las cosas que tenía que hacer para disimular su putez. Cuando la corta con el beso le dice algo a la mina, que yo no pude escuchar porque había quedado medio lejos, pero se señalaba los zapatos. Ella también jugaba su papel, lo acariciaba y seguro le decía: “pobrecito mi vida qué lástima tan lindos tus zapatos”. Se fueron del brazo haciéndose los enamorados, los calentones, dándose besitos; yo los seguí porque no podía creer tanta parodia, y los zapatos negros también brillaban por esa vereda de Cabildo, tampoco en la vereda había calzado que pudiera hacerles sombra. ¿Será consciente este muchacho del símbolo oculto de sus zapatos negros bien lustrados en relación con su sexualidad equivocada?, me pregunté. Llegaron a un auto estacionado, un auto nuevo, flamante, lustroso igual que los zapatos. Mierda, ¿hasta dónde iba a llegar el engaño? Tenía que averiguarlo. Me subí a un taxi y le pedí al conductor:
—Siga a ese convertible.
—Eh, no se haga el Phillip Marlowe, acá no estamos en Estados Unidos.
El tipo era un tarado. Sin hacerle caso, pendiente de no perderlos de vista, reiteré:
—¡Siga a ese convertible le dije!
—Usted paga.
Siguieron por Cabildo, agarraron Acceso Norte y después la Panamericana, las fichas del reloj del taxi caían como locas pero no me importó, tenía que desenmascarar a ese farsante. Se metieron en el Jardines de Babilonia, puto y todo el tipo debía tener mucha plata, el Jardines de Babilonia es un telo carísimo. ¿Para qué hacía esto?, ¿para quién?, salvo yo no había nadie que se percatara de sus maniobras para ocultar su desvío sexual.
—No vaya a hacer una locura —me sacó el taxista de estas cavilaciones.
—¿Qué quiere decir?
—¿Es su jermu no?
—No, al que sigo es al tipo.
—No da la sensación de que le gusten los hombres, lo mismo, volvamos y listo, no pierda la cabeza, vea, paro el reloj, le cobro hasta acá y la vuelta se la hago gratis.
—No diga pavadas hombre, el puto es ese que entró, y debo ponerlo en evidencia.
—Pero si entró con una chica…
—¡Justamente! Usted no se da cuenta de nada, ¿cómo puede ser tan retrasado?
—Vea, ahora no se lo pido, o me paga y se baja o le rompo el culo a patadas.
Ante tamaña falta de civilidad, pagué y me bajé. Con extrema cautela, me acerqué hasta la entrada de autos del telo. Tras el siguiente auto que ingresó, pude meterme en el albergue antes que se cerrara del todo el portonazo de la entrada, sin contar con que una cámara de video había captado mi maniobra.
Cada una de las habitaciones tenía cochera individual, y supuse que eso interpondría dificultades para ubicar al convertible; pero no, en el apuro aquello dos tarados no se habían tomado el trabajo de cerrar su portoncito levadizo, de modo que fue sencillo ubicar la pieza que habían elegido. ¿En qué apuro?, me refuté, si no venían a tener sexo, sólo venían a pantallear el extravío sexual del zapatitos.
De a tramos cortos, ocultándome tras las columnas, me fui acercando. Seguro de que no escucharía ningún gemido de placer, apoyé un oído en la puerta. Sin embargo, la potra dio evidencias de loquear como una desesperada, momento de incertidumbre para mi razón, que tras cartón desató la indudable conclusión de que el tipo de los zapatos negros bien lustrados no debía ser puto, que todo era una pantalla sí, pero para ocultar su verdadera identidad de zar de la droga, sicario de la mafia o agente de inteligencia de algún país del primer mundo alentando la revuelta del campo. Es bien típico de esos personajes la pulcritud en su vestimenta, sobre todo en sus zapatos, y probablemente la hembra infernal era alguna clase de contacto para entregar o recibir narcóticos, dinero sucio, claves o documentos secretos.
Por supuesto, me dije, los zapatos negros bien lustrados obraron como una señal de reconocimiento, por eso la preocupación del hombre por mantenerlos tan limpios y brillantes cuando salió del subte. Justamente, que alguien así subiera a un subte, un medio de transporte vulgar, era una forma evidente de desorientar a eventuales perseguidores. Y entonces, una vez hecha la transacción a que diera lugar el encuentro, los dos criminales debieron haberse sentido acreedores a dar rienda suelta al deseo que se les había despertado: así de desinhibidos son esta clase de malhechores, aún con las balas silbando a su alrededor son capaces de entregarse al placer carnal. Imaginé las ropas de ambos desparramadas en la habitación, salvo los zapatos negros bien lustrados, prolijamente alineados uno junto al otro en un rincón.
Mientras tanto a mis espaldas, supe después, se acercaban dos guardias alertados por mi imagen en la cámara del portón. Tuve miedo, no por eso pues aún no lo sabía, sino por haberme acercado, impensadamente, a un delincuente tan peligroso, alguien habituado al asesinato, alguien a quien no le temblaría el pulso para quitarme del mundo de los vivos. Dispuesto a poner mis pies en polvorosa, fue cuando me topé con los dos guardias. Parecían Laurel y Hardy, el flaco estaba armado con una pistola y la camisa se le salía del pantalón; al gordo, que blandía una amenazante porra de goma, no le cerraba el último botón y se le veía la camiseta.
—¿Es su mujer no? —inquirió el panzudo.
Qué obsesión, ¿tendré yo cara de cornudo?
—No diga sandeces hombre, soy de Interpol, el que está adentro es un peligroso miembro de la mafia rusa, he seguido su pista por más de treinta países y ahora al fin lo tengo al alcance de mi mano, ¿están dispuestos a ser mis refuerzos y obtener una jugosa recompensa? —me salió decirles.
Laurel miró a Hardy, Hardy miró a Laurel, y esta vez habló el flaco:
—¿Qué hacemos?
—Derriben la puerta, yo los cubro.
—¿Y si nos revienta a tiros?, —preguntó Oliver, mucho más cagado en las patas que yo.
—Están culeando —intenté tranquilizarlo.
—Sí, pero es capaz de tener su automática bajo la almohada —replicó Stan.
—No, eso no, de lo único que tienen que cuidarse es de sus zapatos.
—¿Sus zapatos? —a dúo.
—Sí, cuando entren usted encañónelo con su pistola —le dije al flacuchito—, y usted agarra los zapatos y me los trae—, dirigiéndome al gordo.
—Okey —también a dúo.
Ahí fue que se abrió la puerta de la habitación, habíamos prolongado demasiado el trazado del plan, habíamos hablado en voz demasiado alta, el mafioso ruso supo que estábamos tras sus huellas, los tres salimos corriendo, cada uno en direcciones diferentes, y el mafioso y la mafiosa también salieron corriendo; cualquiera que no hubiera sabido de su calaña, podría haber pensado que se pegaron igual cagazo que el gordo, el flaco y yo.
Cuando me atreví a darme vuelta los vi abandonar la pieza y treparse al auto medio en bolas, y de las demás habitaciones empezaron a asomar cabezas curiosas, Stanley alertó a los gritos que se escondieran porque estaba suelto un asesino, lanzó un disparo al aire y la mitad volvió a encerrarse, pero la otra mitad se subió a su auto y se armó un embotellamiento frente al portonazo cerrado. Nadie atinaba a abrirlo, algunos optaron por abandonar sus vehículos e intentar ganar la salida a través de la puerta de la recepción, yo en tanto me oculté atrás de un macetón cargado de helechos serrucho.
En medio del caos alcancé a ver a Laurel meterse en una de las habitaciones abandonadas, Oliver tuvo menos suerte porque eligió una en la que sus ocupantes habían optado por quedarse refugiados y, por más que pugnó y pugnó con el picaporte, no pudo abrir la puerta. De pronto, reconoció al ruso subido al convertible y empezó a señalarlo dando gritos de alerta y a preguntar, también a los gritos, que dónde estaba el de Interpol. El ruso y la rusa se sintieron extrañamente apabullados y fueron los únicos que se quedaron quietecitos en sus autos mientras los demás, ante el portonazo irremediablemente cerrado, abandonaban los coches que tan precipitadamente habían abordado y regresaban corriendo a las piezas. Tetas, porongas y culos desparramadas al aire, se fueron metiendo en la primera que les quedaba a mano, de manera que hubo habitaciones con tres y hasta cuatro parejas y otras con ninguna, y alguien debió haber llamado a la policía porque se escucharon sirenas llegar hasta el Jardines de Babilonia y luego un tropel de uniformes irrumpió dando grandes voces. Yo aproveché para agarrar del brazo al guardián gordo y meterme con él en la pieza donde habían estado los criminales.
—Yo estoy acá de incognito, ni siquiera la policía debe saber de mi misión, —le dije al atribulado custodio.
—¿Y qué quiere que haga?
—Voy a permanecer aquí escondido hasta que se vayan, por favor, busque a su compañero y adviértale.
—¿Y la recompensa?
—Llámeme al 15-9876-5432.
—¿Cuánto dijo? —Hardy agarró una birome y esperó a que le repitiera el número para anotarlo en la palma de su mano.
—15-9876-5432, ahora vaya rápido y alerte a su compañero.
Me dio un fuerte apretón de manos y se marchó.
—Gracias, espero su llamado.
Ni bien se fue me metí bajo la cama para aguantar hasta que despejara y allí, ¡oh sorpresa maravillosa!, el par de zapatos negros bien lustrados, olorosos de betún, brillantes aún en la penumbra rojizul del ambiente, oh, tuve ganas de gritar de gozo, con el mafioso ruso preso, después de todo lo que este asesino impotente y puto me había hecho pasar, tenía pleno derecho a quedarme con ellos. Afuera se escuchaban gritos e insultos de todo calibre, motores poniéndose en marcha, puertas que se abrían y cerraban con violencia, sirenas llegando y yéndose.
Después de unos minutos todo se calmó. Con el corazón palpitante aguardé una hora entera para estar absolutamente seguro de que podía escabullirme sin riesgo del Jardines de Babilonia. El portonazo había quedado abierto, así que salí caminando despacio, como Pancho por su casa, crucé la Panamericana y caminé varias cuadras llevando mi preciado tesoro bajo el brazo. Cuando me pareció haberme alejado una distancia prudencial, me senté a esperar el colectivo en un refugio.
Pero nunca hay felicidad completa: el muy puto del mafioso impotente calzaba 37. ¿Es posible que un hombre tenga un pie tan chiquito?, ¿qué le costaba un par de números más?