domingo, 17 de enero de 2010

Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc

Así promocionaban carteles en letras negras sobre fondo naranja, de eso me acuerdo bien, con un dibujo de Jimi Hendrix azotando la guitarra. Era enero del 70, yo estaba por cumplir 15 años, y me tenían medio enloquecido, de los que más me vienen a la memoria, Jimi Hendrix, Crosby, Stills, Nash & Young, Blood, Sweat & Tears, Joe Cocker, The Who, Creedence, Janis Joplin, Santana y Joan Baez, todos nenes (y nenas) que habían roto todo en Woodstock 69, el mejor concierto hippie de la historia, “tres días de paz y música” en agosto de 1969.
A los pibes de Santa Fe no nos había llegado mucho, pero Pablo Mudry, el cabezón José y yo, estábamos más al tanto gracias al “viejo” Caminitti (y las comillas van porque en ese entonces, Caminitti ni habrá tenido 40 pirulos), un rengo de bastón elegante, barba y pelo largo, el único hippie auténtico que teníamos a mano, el que nos enseñó a tomar cerveza al natural engordada con ginebra, el único al que hasta ese tiempo habíamos visto fumarse un porro de verdad, porque nunca pudimos comprobar a ciencia cierta la especie de que Pololo y Sarzotti habían criado unas plantas en el fondo de la casa de la abuela del gringo Velocci.
El viejo Caminitti se hacía unos mangos en un altillo de la Avenida López y Planes, en Barranquitas, arriba de una ferretería, haciéndonos escuchar a los monstruos a veces en long plays, a veces en cassettes y, lo más, en grabaciones de cinta abierta que él mismo armaba y, después de esperar no menos de dos semanas, conseguir y vendernos discos que ni siquiera en Breyer, la disquería más importante de Santa Fe, se podían encontrar. Yo ahorraba la guita del colectivo gastando el camino y las suelas al Nacional Simón de Iriondo, Facundo Zuviría-San Jerónimo-Mendoza, como 50 cuadras, para poder comprarle por lo menos dos discos al mes.
Los que escuchábamos esa música nos sentíamos superiores a los que todavía no se habían despegado de las estelas de Palito Ortega y Sandro, pero respetábamos más, y poco a poco también los fuimos incorporando, a los que le daban pelota a los argentinos, Lito Nebbia y Los Gatos, Almendra, Manal, Vox Dei y Arco Iris, que encima sí se conseguían en Breyer.
En ese punto estábamos cuando llegó Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc.
La isla Berduc queda camino a Paraná y ahí estaba, antes de que se hiciera el Túnel Subfluvial, el atracadero de balsas para cruzar a Entre Ríos. La cosa había sido programada para tres días seguidos igual que en Woodstock, con grupos y solistas de Santa Fe y Entre Ríos, la verdad es que no conocíamos a casi ninguno de los anunciados, pero en nuestras cabezas la lógica no funcionó, nuestras cabezas deliraron e imaginaron que se avecinaba una experiencia mística, que íbamos a estar en un Woodstock vernáculo que iba a terminar siendo la envidia de los porteños y rosarinos pelotudos, incapaces de tener los huevos para hacer algo parecido, nuestras cabezas imaginaron música, amor y paz y todo lo que eso traía puesto.
Arrancó un viernes a la mañana, marchamos temprano para agarrar el colectivo de la costa, yo a escondidas de mi vieja que se hubiera enloquecido de haberse enterado, vestidos con las camisetas que teñíamos con anilinas atándoles nudos, para que quedaran con círculos de colores; la mía era lila; en el bondi éramos los únicos tres que íbamos al festival, pero lo mismo no se desalentó nuestra idea de que una multitud de hippies iba a inundar la isla Berduc, que capaz con algo de suerte no solamente seríamos espectadores, tal vez protagónicos, de un hito en la historia del rock, sino también ligaríamos algunas cositas anexas, porque los carteles anunciaban grandes sorpresas (que conjeturábamos decían así, porque mucha alharaca los organizadores no podían hacer estando el país bajo la dictadura de Onganía) y nuestras expectativas iban desde a que capaz se aparecía Lito Nebbia, hasta vaya a saber la cantidad de minitas rápidas que iba a haber.
Desde la parada del colectivo hasta donde habían puesto el escenario, tuvimos que caminar, casi a campo traviesa, como medio kilómetro. Lo que nos guiaba no eran carteles indicadores, sino “Born on the Bayou”, “Bootleg”, “Graveyard Train”, “Proud Mary” y todo lo demás de “Bayou Country”, el segundo LP de Creedence, que sería todo lo que con algo de perfume a Woodstock escucharíamos ese día. La noche antes había llovido y, además de embarrarnos bastante, de entre los yuyales salieron bandadas de mosquitos, jejenes y barigüíes, que nos dejaron a la miseria, los guachos eran tan grandes y sedientos que picaban a través de la ropa. Repelente no habíamos llevado.
La primera mirada nos devolvió más cantidad de policías y puestos de panchos y chorizos que de gente. Cinco o seis de la organización pasaban guadañas entre los yuyos para dejar limpia una medialuna alrededor del escenario, un rectángulo de 6 x 3, sin techo, con bolsas de arpillera agarradas a unas cañas tacuara cubriendo los lados y el fondo, sobre el que habían pegado un cartel hecho con papel afiche que decía Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc. A los costados, unos parlantes medio anémicos y dos banderas blancas con el símbolo de amor y paz.
Demoró bastante en arrancar, como una hora y media. Entre tanto fueron llegando más, no demasiados. Chicas solas casi no había. El único entretenimiento fueron unas piñas entre un grupito del Comercial y otro del Industrial de Junín, una cosa que se venían prometiendo desde el fin de semana antes; los del Comercial cobraron para todo el campeonato, como siempre les pasaba.
Los primeros que subieron a tocar pusieron voluntad. Igual un ruido a lata bárbara. Tocaron tres o cuatro de Creedence, una me acuerdo seguro fue “Cotton fields”, porque a mí me gustaba mucho y la destrozaron. El cabezón José, que siempre fue más maduro que los demás, creyó llegado el momento de la realidad y nos preguntó que si no nos parecía que a la isla Berduc, lo único de Woodstock que había llegado era Creedence.
Después vinieron más émulos, esta vez en castellano, supongo que habrá sido algo de Almendra o Manal, hasta muchos años después, cuando dejamos de vernos con Pablo y el cabezón, les discutí que habían tocado “Jugo de tomate frío” y ellos decían que no podía ser, que “Jugo de tomate frío” fue más adelante, lo que me hace pensar que a medida que pasa el tiempo le pongo más ganas a los recuerdos.
Todos fueron de perros para abajo, salvo unos pibitos de Santo Tomé que hicieron temas de ellos cantados por una chica que, al lado del resto, parecía Brenda Lee. Más adelante nos contarían que el bajista había llegado a tocar en una banda que le hizo soporte a Serú Girán, y que la chica fue amante de … (un rockero muy famoso), pero vaya uno a saber si es cierto, de Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc, se han contado muchos bolasos.
Atrás de los santotomesinos vino lo peor. El presentador agarró el micrófono, dijo algo de la confraternidad entre géneros musicales y subió un dúo de guitarra y bombo, con bombachas de gaucho, a tocar chacareras. Los pollos más chicos fueron gargajos de dinosaurios, aunque ínfimos comparados con los que le volaron al presentador cuando, en vez de alterar el orden del programa a ver si la cosa escampaba, volvió con la cantinela de la confraternidad y dijo, al mejor estilo Cosquín, “desde San Francisco de Córdoba…”, y se trepó al escenario el cuarteto no sé cuánto, para el que los gallos no alcanzaron, y dos o tres a los que se les escapó de la mano una botella de cerveza o la petaca vacía, fueron los primeros demorados.
Mientras tanto, de las cosas “anexas” nada, salvo que contabilice lo de tres minas que se nos pegaron, bastante más grandes que nosotros, veintipico diría, dos gorditas y un susto de medianoche, que nos convidaron con unos humitos que a mí me parecieron con gusto a zarzaparrilla y preferí seguir con mis Particulares 30. O, en lo que sería el preámbulo del fin, pasada la hora de la siesta y mientras tocaba uno que se la pasaba amagando con romper la guitarra a lo Jimi Hendrix, una piba se trepó al escenario, se sacó la remera y se quedó en tetas bailando un rato, hasta que con semejante atentado a la moral y las buenas costumbres, los canas decidieron intervenir para bajarla, volaron algunos cascotes y se armó un desbande durante el que los polis aprovecharon para revolear algún que otro bastonazo y, menos mal, suspender por ese día Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc. En la semana nos enteramos que la piba estaba loca, pero loca de verdad, que había estado una temporadita en el manicomio de Don Bosco.
Nos volvimos con la cola entre las patas, ahora teniendo que sufrir a los mosquitos vespertinos y al colectivo lleno. Como llegamos a la ciudad más o menos temprano nos metimos en el cine Mayo, el único que no pedía documentos para entrar a ver películas prohibidas para menores de 18.
Nos vimos una de la Coca Sarli. Fuego, creo que era.

miércoles, 13 de enero de 2010

La barrera del pudor (Pablo Simonetti)

A partir de Amelia, una treinta y largos recién separada a causa, en principio, de su insatisfacción sexual en el matrimonio, Simonetti estructura la novela en 5 visitas (la hermana, un ex–amante, el ex–marido, la pareja actual y el ex–marido de nuevo) a la casa de fin de semana donde la mujer se recluye después del divorcio. La totalidad del texto está escrito en la primera persona de la mujer y, apelando a asociaciones de recuerdos y pensamientos, atraviesa por un cúmulo de episodios que resumen los conflictos de la mujer en primer plano y lo esencial del resto de los personajes.Hasta ahí muy bien, el autor responde a las expectativas que me había creado desde que conocí su historia personal (sobre todo la relacionada con su inserción en la literatura), poniendo a vivir un personaje con un punto de vista que lo sustenta con solidez. Pero conforme se avanza en la lectura, uno va viendo que el texto se desdobla en partes donde el autor imprime a la novela fluidez y verosimilitud a través de acciones, hechos, diálogos, y partes donde se hunde en reflexiones sobrecargadas, muchas de un tenor psicológico primario, y muchas de dudosa calidad y creatividad (i.e. “descender en círculos hasta el lago congelado donde se sumergen el afecto y la buena voluntad, mientras un aliento frío les cierra el paso de regreso a la superficie”) que no suman, al contrario. En este sentido, el epílogo tras las 5 visitas resulta insoportable, ahí da la sensación de que el autor, desconfiando de la capacidad del lector para haber comprendido, pone en boca de Amelia explicaciones superabundantes. Es una pena esto, cuando Simonetti demuestra momentos de síntesis muy buenos, por ejemplo cuando en una mención a “El lamento de Portnoy”, de Philip Roth, Amelia dice, y muy a cuento en el contexto, “…lo llenan de culpas y remordimientos, pero lo quieren”. Otra cosa que me molestó por excesiva, es un regodeo en lo que llamaría “sexo explícito”, me parece que con un par de encuentros sexuales detallados alcanza para que uno vea las calenturas, no hace falta repetirlo todas las veces. Finalmente, aparecen con demasiada recurrencia largas menciones y descripciones a las especies vegetales y animales que pueblan el escenario principal, que para mi gusto son aburridas y no aportan al seguimiento de las imágenes.En el balance la novela tiene valores interesantes, pero creo que me hubiera gustado muchísimo más con unas cuantas páginas menos. Ahora habría que leerle “Vidas vulnerables”, un libro de cuentos elogiadísimo por Roberto Bolaño. Veremos.

domingo, 10 de enero de 2010

El amor es la más barata de las religiones (Ariel Bermani)

Me gusta Bermani. Escribe la clase de novelas que a mí me gustaría saber escribir. Acá hace eje en una idea bastante convencional (dicho muy básicamente, un marido que descubre a su mujer engañándolo con otro tipo) y sin embargo se las arregla para crear desde ahí una historia atractiva y creíble, con media docena de personajes bien construidos, con mucha carnadura, a través de una prosa despojada y fluida, que usa de manera alternativa diálogos —algunos sin ni siquiera aclarativos—, relatores en primera persona (el tipo, la esposa, el hijo, la suegra) y, no mucho, un relator omnisciente. No obstante, el último tercio de la novela se desgaja un poco, es como si ahí Bermani hubiera perdido los registros narrativos que tan bien le venían funcionando (particularmente el personaje del hijo, cuya voz cobra mucho protagonismo) y, además, da la sensación de que da vueltas innecesarias, como si no pudiera encontrar un final. Por culpa de esto no es lo mejor que leí de Bermani (antes, “Veneno” y “Leer y escribir”) pero en el balance vale más que la pena leerle este trabajo, ojalá pudiera descubrir con qué arte, oficio o sutileza, consigue que a uno se le queden dando vueltas en la cabeza Ricardo, Dolores, Nacho, Pasto, Tapón y Molly, preguntándose, como si realmente existieran, qué va a ser de ellos de ahora en más.