jueves, 23 de diciembre de 2010

Ciencias morales, de Martín Kohan (y algo de “La mirada invisible”)


Lo mejor de la novela, o al menos lo que a mí más me gustó, es el relator, un constructor sutil que apela a un recurso que enriquece la historia: los personajes, sobre todo el de la protagonista, no solamente hacen y dicen, el relator también da cuenta de la maraña de pensamientos laterales, asociaciones libres, etc., etc., que van teniendo mientras hacen y dicen (tal como nos pasa a todos en la vida real, aún con las cuestiones más intrascendentes), y el uso de este recurso es además, una apoyatura para dejar espacio a la conjetura, la duda, a una cierta falta de certeza que provoca inquietud, ansiedad constante por conocer lo que sigue, y es así como la lectura escurre con fluidez todo el tiempo.

Otro logro del relator, es que se hace cómplice del lenguaje que uno imagina le cabe a cada personaje, y me sirve como ejemplo citar cuando dice “en unos breves días”, barbaridad que nadie puede atribuir a un error de Kohan, sino a cómo les hablaban a los alumnos aquellas bestias aparatosas que regían las escuelas.

Un rasgo más que disfruté, fue la creación de climas bien ajustados, tanto a la circunstancia histórica como a las características de los personajes, especialmente en el ámbito de la casa de la preceptora y en el colegio. Y de éste último, pese a que yo hice la secundaria en otro colegio nacional y durante otra dictadura, fue inevitable rememorar, por lo acertado de la elección de detalles, cosas como lo de los dos dedos para medir el largo del pelo, el control de las medias azules y la corbata, la jura de la bandera o los permisos para ir al baño durante hora de clase.

Me es oportuno decir en este punto, que toda la sutileza del relato desaparece en “La mirada invisible”, la película que se hizo adaptando la novela de Kohan, que pierde muchísimo en relación al libro, por culpa de explicitar demasiado (por caso, las miradas que María Teresa intercambia con Baragli mientras cantan el himno, o que le toque la mano cuando lo lleva a la rectoría después que se peleara en el baño), dejar de lado personajes (imperdonable que en la película no esté el hermano de la preceptora) y agregar o modificar escenas innecesariamente (por ejemplo la confesión de la abuela de que tuvo un amante o la violación en el baño). No obstante, lo bueno de la película es la actuación de Julieta Zylberberg, impecable en el rol de la preceptora, y bien Omar Núñez como Biasutto, los dos dan además perfecto el “fisic du rol” que corresponde. (para los que la vieron, ¿es Martín Kohan el vendedor cuando María Teresa va a comprarse un disco?)

Volviendo a la novela, desde el punto de vista argumental me parece una muy buena trama, una idea bien plasmada, pero hay una circunstancia que me hace ruido, máxime porque tiene mucha importancia en el desarrollo: no me pareció posible que pasara tanto tiempo antes de que alguien descubriera el escondite desde el que María Teresa vigila para pescar a los alumnos fumadores, no me alcanza que sea durante las horas de clase, no me parece posible que ninguno de los pibes la haya pescado alguna vez.

En mi gusto, esto le baja algún punto, pero de todas maneras, mis expectativas por esta novela (hace 3 meses que me la compré y siempre me aparecía alguna prioridad) no han sido defraudadas. Para nada.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Rock barrial, de Juan Diego Incardona


Lo primero que me sale es citar al prologuista de Henry Miller en "Trópico de cáncer", "Escribe como habla, escribe como vive...", porque creo que lo mismo es la clave del oficio de escritor de JDI. El libro tiene dos partes, en la primera uno se encuentra con el cuentista que conoció en “Villa Celina” más varias poesías que, como el cuento largo (o novela corta) de la segunda parte, es un JDI novedoso, por lo menos respecto a sus tres libros anteriores.

De los cuentos, el que más me gustó, por lejos, es "El último oficial tornero", porque tiene el clima que hizo mi preferido a “La chinela de Don Juan”, más un anclaje ajustado al momento socio-político-económico en el que está instalado.

Otra cosa que me gustó fue reconocer, particularmente en “Los monstruos” y en “Atómica mente”, cómo JDI plasma elementos y conceptos de su taller “La imaginación de lo común”. Y de los cuentos rockeros, yo que fui adolescente escuchando a Almendra, Manal, Los Gatos, Pescado Rabioso, se me ponen distantes referencias a Viejas Locas por ejemplo, pero igual, aún como un extranjero, en "La mejor banda de los barrios" estuvo interesante subirme al tanque de Celina a escuchar a Chapa, Catán y Rocky.

En cuanto a las poesías, género con el que tengo muchas limitaciones así que mucho no voy a decir, son como una prosa en verso y, pese a las limitaciones que declaro, las leí sin sentirme ajeno, sobre todo "Peones de la cuenca" (JDI aprovecha bien el escenario Matanza-Riachuelo) y, por emotividad, el lado del que puedo hablar si se habla de poesía, "Industria nacional", que me pareció la mejor de todas.

A la secuencia Ampere-Volt-Watt-Ohm de la segunda parte, recomiendo leerla más atento al oído que a la cabeza, porque una vez que uno empieza a escuchar la música, la letra entra sola, y uno se encuentra con un personaje sólido como un fierro, que a veces da repulsa, a veces asusta y a veces despierta ternura, pero que siempre, siempre, pone la cabeza a caminar por lugares que no están escritos y que vale la pena visitar.

Nada más, la pasé bien.

Laura y el Fabi, Bukowski y Henry Miller…y Emilio


¿Qué tienen que ver? La historia es así: hace un par de meses terminé la enésima versión de una novela que vengo escribiendo desde hace un buen tiempo, y el Fabi es uno de mis amigos al que le pedí opinión. La novela habla de mujeres (pretendo que de otras cosas también, pero eso no viene ahora a cuento), y la cuestión es que el día después de haberle dado el original, el Fabi y Laura, su mujer, me trajeron “Mujeres” de Bukowski y “Trópico de Cáncer”, de Henry Miller. Tengo para mí que fue su manera de decirme (y no sé por qué, me parece que más Laura que el Fabi): “Si querés hablar de minas, primero leete a estos dos”.

De Bukowski ya he hablado por acá y no voy a agregar nada, salvo que en “Mujeres”, Bukowski habla mucho más que sólo de mujeres. Pero el que en ese sentido la gasta es Henry Miller, por favor, desde “La condición humana” de Malraux que no tengo entre manos una novela que tenga el efecto de una suerte de droga capaz de llevarme los pensamientos a un nivel que supere, por lejos, los estados normales de conciencia. Y aunque la relación del personaje con mujeres de toda laya es interesantísima, un soporte eficaz para todo lo que Miller dice, lo que me va quedando por encima de todo, es la mirada descarnada de lo que al final somos los humanos.

Tuve bastante dificultad para entrarle al registro durante las primeras páginas, pero una vez que lo pesqué, “Trópico de Cáncer” me puso a volar. Me cuesta elegir algún párrafo para citar, y con el que me quedo quizás no sea el mejor ni el más intenso, pero es el que creo resume mejor lo que antes he dicho: “Amo todo lo que fluye, todo lo que contiene el tiempo y el porvenir, que nos devuelve al comienzo donde nunca hay fin: la violencia de los profetas, la obscenidad que es éxtasis, la sabiduría del fanático, el sacerdote con su letanía pegajosa, las palabras indecentes de la puta, el escupitajo que va flotando por el arroyo de la calle, la leche del pecho y la amarga miel que mana de la matriz, todo lo fluido, fundente, disoluto y disolvente, todo el pus y la suciedad que al fluir se purifica, que pierde el sentido de su origen, que circula por el gran circuito hacia la muerte y la disolución. El gran deseo incestuoso es el de seguir fluyendo, unido al tiempo, el de fundir la gran imagen del más allá con el aquí y ahora. Un deseo fatuo, suicida, estreñido por las palabras y paralizado por el pensamiento.”

martes, 23 de noviembre de 2010

Objetos maravillosos, de Juan Incardona


¿Hace un montón que no hablo de un libro y ahora vengo a hablar de uno del 2007, que encima ya debe haber leído medio mundo? Qué me importa, yo lo leí recién ahora y ahora lo cuento, entero lo leí recién ahora, porque algunos cachos había pescado por la web, pero es distinto, porque si “Objetos maravillosos” se lee de una sola sentada como lo leí yo, es otra cosa, se transforma en una unidad llena de sentimientos inesperadamente intensos, en fin, a mí me puso en estado de “exabrupto emocional” (expresión robada a una amiga porque hoy no ando muy católico para expresarme por las mías) a fuerza nomás de puras frases, esqueletos sólidos de cada uno de los episodios, un chorro en continuado de reconfortamientos emotivos (¿ya dije que no estoy muy lucido para expresarme, no?)

Y de esas frases, como si fuera el tráiler de una película, elijo transcribir acá algunas al capricho (capaz no tanto, después de todo): “Ellos (los anillos) están ansiosos por abrazar tus dedos”, “Incardona, usted es una pesadilla”, “Ante mis ojos pasa, fugaz, la imagen de una de mis gargantillas”, “A veces vuelvo, como ese día, y mi vieja sigue ahí laburando, y mi hermana sigue ahí caminando”, “…con las patitas inertes mojándose en la zanja de enfrente, el cuerpo blanco del gato blanco se oscurecía…”, “Ahora estoy más tranquilo. Siento que esta vez hice todo bien, hasta el final. Está bueno sentir eso. No me sucede siempre”, “…alto precio individual del sensible monomaníaco, del angustiado sensible monomaníaco”, “Porque todavía quedaba vida en Villa Celina, vida reconocible, pese a los prolijos epitafios que escribo con tanto esmero”, “Tirados cuerpo a tierra, yo tenía miedo de que una bala me volara las papas fritas de mi hot-dog”, “Yo no sé si fue para tanto la gracia, pero seguro que todos encontramos ahí la catarsis de nuestros años viejos”, “¿Quién estaba por encima del silencio?, “Arriba podían verlo los jugadores de TEG con largavistas”, “Elegite el canelón que vos quieras”, ¿Será que la vida misma es un chiste boludo?, “Yo sigo hablando desde lejos, debe ser por instinto de conservación”
Y mis elegidas entre las elegidas: “Al final las piedras son blandas como el pan fresco, y el pan si está servido en una mesa está duro; al final la avenida es una loma verde llena de pasto, y el pasto está seco y huele a muerto si está en los jardines. ¿Quieren ver objetos maravillosos?”

domingo, 30 de mayo de 2010

Osvaldo Lamborghini (“El niño proletario” y “El fiord”)

Hacía rato que quería entrarle a este tipo y no podía. Gracias a darle bola a Dudo de Todo (que me recomendó usar “El niño proletario” como llave) y a un artículo de Liliana Guaragno(www.elortiba.org/lambor.html#Acerca_de_El_Fiord,_de_Osvaldo_Lamborghini) me leí las dos cosas de un solo tirón y, una vez terminadas, tuve una instantánea ligazón con un personaje de mi adolescencia y primera juventud en Santa Fe. Voy a llamar BU al dicho personaje, aunque me acuerdo perfectamente de su nombre verdadero. BU hizo la secundaria en un colegio muy caro, inaccesible para un clase media baja como él, pero becado por ser el hijo de uno de los de mantenimiento, un laburante a toda hora dispuesto, que los dueños y autoridades de esa escuela tenían a disposición cuando se les cantara por dos pesos con cincuenta. Desde luego que ese colegio no era al que iba yo (también un clase media baja), pero entre el 68 y el 72 Santa Fe todavía era una ciudad chica, así que los intercolegiales de cualquier deporte, los cruces en jodas de sábado a la noche o los desafíos para cagarse a piñas entre escuelas a cuento de nada, me permitieron ver como los nenes bien del colegio caro, se ensañaban con BU con toda clase de vejámenes psicológicos y físicos, por supuesto no de la desmesura de los recibidos por ¡Estropeado!, el niño proletario, pero absolutamente equivalentes en la alegoría de Lamborghini. Terminada la secundaria BU fue a la misma facultad que yo. Era Santa Fe entre 1973 y 1978, ciudad y tiempo en que a los de mi generación nos era imposible permanecer indiferentes, ajenos, al clima de convulsión que atravesaba el país y que se reflejaba en la intensa actividad política de las facultades de la Universidad del Litoral, legal y clandestina según antes o después del golpe. En el primer año nomás, BU entró a militar en la JUP, comprometidísimo desde el principio, apasionado, aguerrido, frontal, arriesgado y, como pocos, mostrando todo el desprecio que sentía por los ajenos a su clase. En el final de “El fiord”, BU fue “las bases” (Sebastián) en mi cabeza, y en los últimos dos renglones, "…yo le ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así salimos en manifestación", entendí todo, todo, como suele decir una amiga.

sábado, 8 de mayo de 2010

Las panteras y el templo (pero a lo bestia)

Si lo quieren a lo Kafka, vean “Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero”


Nos gustaba el telo ese de la calle Sarandí. Íbamos desde que nos conocimos. Barato, limpio y discreto. Lo habían montado en una casa chorizo. Una vuelta se nos metió un tipo por la puerta de la pieza de al lado. Estaba en pelotas. Yo no. Grace sí porque después del polvo quiso pegarse una ducha. ¿Me permite?, dijo el tipo. ¿Estás en pedo?, le respondí. Agarró una lámpara y me pegó un lamparazo. Grace me contestó, más tarde, ya en la calle: ¿te creés que soy una puta?, ¿cómo vas a preguntarme si me gustó?

Demoramos una semana en volver. Le pedí a Grace que no se bañara. Pero ella se viste despacio. Esta vez el tipo ya tenía la lámpara en la mano cuando entró. Y yo todavía tenía la cabeza vendada, ¿qué podía hacer? Te gustó guacha, no vas a decirme que no. No me dijo que no.

Bicho, volvamos enseguida así lo exorcizamos, me dijo Grace al otro día. Fuimos. Nada de preámbulos, enseguida a los bifes. Cuando el tipo entró, nos agarró todavía en la cama, desnudos los dos. Correte che, me pidió. De buen modo. A la salida no comentamos nada.

La siguiente fue a los tres días. Lo esperamos vestidos, sin hacer nada. ¿Y?. dijo, no tengo toda la noche. Volvió a la media hora. Estuvo considerado. Me parece que es buena gente.

domingo, 2 de mayo de 2010

Nueve cuentos (Sallinger)


Un cuentista grandísimo. Y una cosa que aparece enseguida, y lo que más me gustó en los “Nueve cuentos” es la gala que hace del “narrar callando”, esta habilidad, o mejor decir talento, que hace subir una enormidad a una narración (“narrar callando” se lo escuché a Incardona en “La imaginación de lo común” y es una cita de un artículo de Vargas Llosa sobre Onetti, que dice textual: “Habla del dato escondido para denominar el escamoteo o el narrar callando, narrar por omisión, ese procedimiento que consiste en silenciar una parte explícita de la historia para así provocar la ambigüedad o la conjetura del lector”).

Otra notable es que la edición original es de 1948 y en ningún momento la prosa, el registro, suenan a sesenta años de viejo, de hecho, sólo en algunos aspectos escenográficos, detalles de vestimenta, eventos históricos y cuestiones por el estilo, se nota la época, con lo cual, lo medular de lo que cada cuento dice, se puede paladear instalándolo ahora si uno quisiera.

Sólo no me gustó tanto el octavo cuento, “Teddy”, excesiva precocidad del niño protagonista (no digo que no pueda existir un chico así, lo que digo es que para mi gusto eso no le hizo bien al cuento) y, además, el único de los nueve cuentos donde entrega demasiada masticada la filosofía, la ironía o la burla. Todo lo contrario a Esmé, la nena de “Para Esmé, con amor y sordidez”, donde la hace caminar al borde de la credibilidad y nunca se le cae, y es un soporte de fierro para lo que a mi cabeza le pareció el mejor cuento de los nueve.

De todos los cuentos me dan ganas de decir algo pero acá no da, así que termino con el segundo, “El tío Wiggily en Connecticut”, por ahí el mejor ejemplo de lo de “narrar callando” pero, sobre todo, el que tiene los personajes más intensos y que mejor se ven a través de las aparentes intrascendencias, frivolidades y desaprensiones.

Finalmente, yo lo leí de la edición 2008 de Edhasa, la misma editorial de la que leí “El guardián en el centeno”, donde me fastidió la traducción plagada de gallegadas; en este caso la traducción no tiene ese defecto, al contrario, es un neutro con el que uno no se dispersa por culpa de vocablos ajenos a nuestro hablar.

jueves, 29 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 3: Las tetas de María


Viene de Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 2: Luisa de Arismendi, la esposa de prócer que capaz se merece el bronce más que el marido

En la historia de María Guevara se juntan verdad y leyenda, y todo lo que sigue es lo que me contaron guías, pescadores, empleados de hotel, vendedores de perlas, todos lugareños mucho mejor informados que google, y un pelícano charlatán que me habló mientras, desparramado en una reposera mirando el atardecer, me tomaba unas copitas de ron Santa Teresa, un milagro que a uno le hace creer en la existencia de Dios.

María, nacida a principios de 1800, fue la hija bastarda de una indígena y un soldado español. Algunos dicen que fue una violación, pero la mayoría que la mamá de María se enamoró del soldado, al punto que traicionó a su tribu y ayudó al regimiento del soldado en un ataque que una noche devastó a su gente. La mujer fue repudiada y expulsada por los suyos, pero el cacique se compadeció de María y aceptó que se quedara para ser criada por las mujeres indígenas.

Entre los 14 y los 17 años, acá los datos no se ponen de acuerdo, María, tras haber sido testigo de una sarta de crueldades de los españoles con los indígenas, después de putear hasta el cansancio a los de su tribu por falta de rebeldía, los abandona y se va a buscar a los revolucionarios de la independencia, que primero la aceptan sólo para actividades de apoyo propias de mujeres, pero demoran una nada en sacarle la ficha y darse cuenta de que no es cualquier mujer, y la mestiza acaba marchando con los hombres a la batalla, donde es más corajuda que varios de los tipos y se carga a unos cuantos.

Aplacados esos años, no encontrando nada que la hiciera sentir en “su” lugar, decide volver a su vieja tribu. María se encuentra con indígenas recelosos que le reprochan su condición de mestiza y le hacen el vacío, ella lo aguanta con la mayor dignidad que puede, hasta que le piden irse. Acá las versiones divergen, pero siendo María tan difícil de arrear, resulta creíble que en realidad la rajaron después de una discusión con el chamán, que ella dio por terminada partiéndole el marote.

Con más o menos 25 años se fue a vivir con unos pescadores de por ahí cerca, a Laguna de Raya, un pueblito con puerto. Entre las habilidades que María había desarrollado entre los indígenas, destacaba la cancha para pescar con prácticas nativas y, desde que María llegó al pueblito de pescadores, las canastas empezaron a llenarse el doble que antes, habiendo influido no solamente la técnica sino también que los pescadores eran bastante vagos y desbolados, y María, respetada entre los tipos pese a ser mina y encima una medio india salvaje expulsada de la tribu, los disciplinó y organizó para que laburasen como la gente. Algunos dicen que las mujeres de los pescadores le agarraron inquina, pero no debe ser cierto porque si no las viejas no hubieran colaborado con ella para ir más allá con la cuestión de la pesca, y armar un sistema de comercialización elemental, pero que sirvió para recortarle bastante las alas a los que se aprovechaban de la ingenuidad de los pobladores de Laguna de Raya.

Pero a María la sangre le hervía, se ve que tenía espinas clavadas y necesitaba sacárselas. Ni bien pudo se fue a Caracas, donde sobrevive, se educa y relaciona como puede, hasta llegar a sentar las bases de lo que en el futuro serían asociaciones defensoras de los derechos de la mujer, el indígena y el mestizo.

La historia después se diluye, sólo se sabe que volvió a Laguna de Raya donde muere como a los 65 años. La mayoría de los relatos, incluido el del pelícano, pasan a contar que María había heredado de su madre indígena la belleza nativa y unas caderas prodigiosas, pero del padre español unos pechos tabla que, no eran tiempos de siliconas, siempre la entristecieron. Así que cuando María murió, los pescadores y los mestizos le regalaron un hermosísimo par de tetas, bautizando como “Las tetas de María” a los cerros gemelos de la foto.

sábado, 24 de abril de 2010

El sillón

A cuento de la Feria del Libro de este año, me acordé que en la del 2002 Julio consiguió un espacio para que unos cuantos fuéramos a leer (ahí esta Julio en la foto coordinando la tropa antes de arrancar), y yo "estrené" este cuento. Después vino un tiempo en que íbamos a leer por todos lados, y me acuerdo en especial de una compañera con la que más iba, Mónica Leone, porque en los días previos los demás nos decían: "Eh, otra vez van a leer Analía (el de Moni) y el de la...(el apodo de ´El sillón´, que no lo digo ahora porque tiene que ver con el final)". Además del cuento mío tan "paseado", dejo al final el link a ´Analía´ en el blog de Moni.

El sillón
Federico se puso de pie para darle cuerda al cucú de la sala. Daba las siete como siempre, hacía años que aquel reloj había dejado de funcionar. Liberada del peso del hombre sobre su falda, Lidia, su esposa, también pudo abandonar el sillón dando un largo resoplido. Luego de practicar algunas flexiones para restaurar la circulación en sus piernas, se acercó con lentitud a la ventana. Aspiró con fruicción el aroma a cebollas que emanaba de la chimenea de la pizzería vecina; aún respirando con dificultad, las flexiones le provocaban cada vez más agitación.
—Tienes que iniciar pronto una dieta —le dijo a su marido quebrando el silencio.
—Sabía que dirías eso —replicó él malhumorado.
Haciendo caso omiso del malestar de su cónyugue, Lidia insistió: —No te fastidies, no hay muchas alternativas. O haces dieta o compras otro sillón.
—También podría ser que fueras tú la que se sentara en mi regazo —ofreció Federico, ahora con más amabilidad. Luego de un breve silencio, durante el cual el anhelo del hombre pareció aletear en el eco de su propia voz, ella respondió: —Ya sabes que eso es imposible, siempre tienes erecciones cuando yo me siento sobre tus piernas.
Federico clavó sus ojos en los de Lidia. La mujer, con esa permanente expresión asombrada producto de las cirugías estéticas, le sostuvo la mirada por un largo rato, tanto cuanto pudo tolerar el merodeo de una mosca alrededor de la cataplasma de miel y gérmen de trigo que cubría sus mejillas.
—¿Sobró algo de miel? —preguntó Federico.
—Esta mascarilla sólo es recomendada para la piel femenina —respondió Lidia de inmediato.
—Ya lo sé, la deseo para untar unas tostadas.
—Pues mira lo que se te ocurre, ya no hay tostadas, Barrabás merendó las últimas.
El hombre lanzó una mirada de odio bajo la mesa donde dormitaba Barrabás, el negro félido que Lidia había recogido en un sendero del jardín zoológico. Federico lo detestaba, siempre declaraba que tenía más de salvaje que de minino, que un gato no podía ser tan ladino y traicionero. Sintiéndose observado, el animal salió de su letargo y expresó su disgusto con un gruñido. Él también aborrecía al esposo de su dueña, sólo la presencia de ésta permitía la convivencia entre ambos, si algún día falto alguno matará al otro, repetía ella con frecuencia.
Federico se acercó al hogar y atizó vigorosamente los leños. Transpiraba profusamente, tal vez a causa de la taza de chocolate que acababa de beber, acaso por el sueter de lana que vestía o quizás porque era pleno verano. El felino entretanto, abandonó su puesto bajo la mesa, se acercó sigilosamente y, cuando se sintió seguro, dio un brinco y se apoltronó en el sillón. Fuera de sí, Federico tomó un diccionario de un estante de la biblioteca y se lo arrojó con fuerza. Falló por más de un metro.
—¡Demonios! —gritó. A Federico le fascinaban las películas de Stallone o Van Damme dobladas en Centroamérica.
—Sabes bien cómo me enfada que maldigas —reprendió Lidia, quien compartía el gusto por las mismas películas.
El animal abandonó el sillón moviendo la cola y mirándolo con rencor. Haciéndose el distraído, Federico se aproximó al asiento liberado. Dando un salto inusitadamente ágil, Lidia se adelantó y se dejó caer sobre el sofá con pesadez. Luego, permitió al marido sentarse sobre su falda.
—Es un hecho, tienes que hacer dieta —volvió ella a la carga luego de tomar aire.
Contemporizador, él aseguró: —Bien, te prometo que lo consideraré.
—Seamos concretos y comencemos hoy mismo ¿Quieres que prepare para la cena el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina? —propuso Lidia.
—¿Josefina era aquella muchacha que empleábamos cuando vivíamos en provincia?
—Así es, ¿recuerdas su sabroso pastel?
—Recuerdo muy bien a Josefina ¿Y tú te acuerdas de ese joven que la festejaba?
—Por supuesto, Rubén era quien más elogiaba a su pastel.
—Efectivamente, Rubén se llamaba.
—Y elogiaba su pastel.
—La quería mucho. Y era tan atento, jamás se presentaba en casa sin algún obsequio de la fábrica de pastas en la que trabajaba.
—Sufres una confusión, mientras frecuentó a Josefina, Rubén trabajó en una fábrica de sillones por la mañana y en una de balanzas por la tarde.
—Qué realidad terrible la de esa pobre gente a quien no le es suficiente un solo empleo para vivir.
—Sin embargo, lo positivo es que estimula su ingenio, por ejemplo, aprovechan los alimentos más económicos para cocinar platillos exquisitos, como el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina.
Desalentado, Federico se incorporó refunfuñando. Con las piernas agarrotadas, Lidia lo imitó. Ahora debió dedicar más tiempo a las flexiones y cuando acabó, los pechos le subían y bajaban con un ritmo intenso. Pasó un largo rato antes de que su respiración se normalizara. Entonces dijo: —Un día estas flexiones me van a matar. Y todo será por tu culpa —Alerta, el felino permanecía con la cabeza en alto y las orejas erectas, aunque esta vez decidió quedarse donde estaba.
Sin responder, Federico encendió el televisor y comenzó a recorrer las trescientas sesenta y siete sintonías del aparato apto para emisiones de televisión satelital. Durante la siguiente recorrida, se detuvo en el canal ochenta y dos, la única frecuencia que podían captar, pues nunca habían instalado cable ni antena.
Con entusiasmo, Lidia volvió a su lugar en el sillón y se palmeó repetidamente el regazo diciendo: —Ven con mami, ven con mami tesoro.
Federico y el bicho se lanzaron hacia el sillón respondiendo al llamado. El hombre llegó antes gracias al puntapié que descargó en el camino sobre su competidor, que emitió un aullido de dolor. Indignada, Lidia se paró desatando una catarata de recriminaciones. De pronto, sus ojos quedaron inmóviles, abrió la boca buscando aire, se tomó el pecho con ambas manos y cayó tendida junto al sillón. Al cabo de un instante durante el que la fuerte impresión lo paralizó, Federico dio un paso cauteloso en dirección al sillón. La fiera rugió.


La policía acudió debido al llamado de los vecinos, el hedor que brotaba del departamento ya resultaba insoportable. A ella la encontraron en el mismo sitio donde había caído muerta y a él, tomado de uno de los brazos del sillón con la garganta desgarrada. La mayor parte de su prominente abdomen había sido devorada.
A la panterita la llevaron de regreso al jardín zoológico. El traslado no resultó sencillo, sólo pudieron llevarla hasta la jaula cuando se resignaron a transportarla echada sobre el sillón.



jueves, 22 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 2: Luisa de Arismendi, la esposa de prócer que capaz se merece el bronce más que el marido

A esta segunda historia me la contaron cuando fui a la fortaleza de Santa Rosa en La Asunción, la capital de la Isla Margarita. La fortaleza no es gran cosa (aunque, rimbombantes, la llaman castillo), la construcción típica de los fuertes costeros españoles para defenderse de los franceses e ingleses, y encima se nota que los retoques de mantenimiento le hicieron perder los rasgos antiguos más interesantes. Pero ahí está el calabozo donde estuvo presa Luisa de Arismendi en 1815, con apenas 16 años y embarazada, durante las batallas por la independencia de Venezuela.
El marido, Juan Baustita Arismendi, estaba fugado de los españoles y refugiado en un cerro de la isla. Entonces, a los colonialistas se les ocurrió meter a la mujer en ese calabozo para que el tipo se rindiera. La cuestión es que Arismendi les mandó a decir que prefería vivir sin esposa antes que sin patria (y de acuerdo a lo que me han opinado cuando lo conté, esto da para discutirse sin machismo ni feminismo, porque con independencia de sexo algunos/as han dicho que el tipo estuvo bien y otros/as que fue un cagador), así que Luisa, encadenada en un calabozo de 2 x 1 sin ventanas, fue hambreada, torturada y violada, pero no pudieron obligarla a decir dónde estaba el marido. Encima, a la pobre pendeja se le murió la hija ni bien la parió y los garcas éstos, le dejaron 2 días el cadavercito para que viera como se iba pudriendo. En una de las refriegas Arismendi toma de rehén a Cobián, un poronga de los españoles instalados en Margarita, que ahí se enloquecen y se ensañan peor con Luisa. Hasta hubo un coronel que quiso decapitarla, y zafó porque la mayoría seguía pensando que en algún momento, o la chica entregaba datos para encontrar al marido, o él se entregaba para que la soltaran.
Para acabar de completarla, Arismendi arma un asalto a la fortaleza y lo hacen bosta, él puede escaparse pero a Luisa la sacan del calabozo para hacerle ver el fusilamiento de los prisioneros, vuelcan al aljibe la sangre de los muertos y después la obligan a tomar de la pestilencia que sacan con un balde de ese aljibe. La mina, bah, la nenita, 16 años tenía les hago acordar, lo mismo siguió plantada en su resistencia. Como se ve, hijos de puta hubo siempre, pero huevos gigantes como estos ovarios no creo que muchos.
A los revolucionarios de Margarita les empieza a ir cada vez mejor en las batallas, así que de miedo a que puedan rescatarla, al otro año los españoles la llevaron al fortín de Pampatar (Castillo San Carlos de Borromeo), después a la prisión de La Guaira y al final al convento de la Inmaculada Concepción en Caracas, siempre incomunicada y siempre en las peores condiciones. Y la gran cagada es que con la manzana rodeada, enfurecidos por no poder quebrar a Luisa, la embarcan a Cádiz a fines de 1816.
Unos piratas atacan el barco, lo chorean y dejan a los pasajeros en los Azores y, vaya a saber qué santo habrá estado de guardia pues, aunque no puede volverse a Venezuela porque llega antes otro barco español y termina nomás en Cádiz, el Capitán General de Andalucía, ante las recontraputeadas de Luisa por todo lo que le habían hecho (pero sobre todo porque el tipo era un burócrata y no tuvo a la vista los papeles de la detención, que se habían quedado en el barco afanado), le reconoce categoría de confinada y hasta le otorga una pensión y le permite quedar recluida en casa de un médico en vez de una cárcel.
Igual, las cosas no estaban bien, porque sobre el pucho le quieren hacer firmar una declaración de lealtad al rey de España y a renegar de la filiación patriota de su marido, a lo cual Luisa respondió: “el deber de mi esposo es servir a la patria y luchar por libertarla”. Y ahí se pudrió todo de nuevo.
Por suerte, algunos no eran tan jodidos y a esos Luisa les cayó bien con el tiempo, así que en 1818, un coronel republicano la ayuda a fugarse en un barco norteamericano, va a parar a Filadelfia desde donde, 4 años después de haber sido presa por primera vez, vuelve a Margarita. No sé bien si es entonces cuando se reencuentra con el marido porque está prófuga hasta el año siguiente, cuando el Consejo de Indias dicta una resolución que le concede libertad absoluta.La historia termina casi bien. Vive con el marido casi 45 años y tiene once hijos, pero a los 65 se resbala regando las plantas del jardín y se desnuca. Una mierda que semejante hembra nutricia haya tenido una muerte tan pelotuda.

sábado, 17 de abril de 2010

Amortaja

La muerte es natural, muy natural, tan natural que no puede hacerse diferencia entre un muerto de viejo, un infartado a la edad de los infartos, un elegido por un cáncer precoz, un chico atropellado por un tren o un muerto por la mano de otro. Yo lo sé, he visto cientos de cadáveres y lo sé. También sé que muy pocos lo sienten así, muy pocos sienten que la muerte es más natural que la vida, mucho más natural. No se dan cuenta, la mayoría no se da cuenta.
Eso puede traerme problemas. Que los erróneos sean mayoría puede traerme problemas. Conozco a los erróneos, yo mismo pude ser uno de ellos.

Estoy exhausto. Tengo que descansar. Presagio que voy a necesitar de todas mis fuerzas. Y lucidez de pensamiento. Me recuesto al lado de Lucía y me miro en sus gigantes ojos verdes, fijos, aún amantes. Previniéndome de los erróneos. Desde afuera, la luz y el ruido de esta mañana de jueves se han inmiscuido, irremediablemente, entre los dos. Me asomo por la ventana para mostrarle mi odio a esa mañana invasora. Una fila de cuatro taxis, marchando casi a paso de hombre, fastidian por igual a peatones, dos colectivos y varios autos particulares. Cuando me echaron de la financiera manejé un taxi. No duré ni un mes. Cosas como estas fueron las que me molestaron, humillar la voluntad de pegar un volantazo, apartarme del cordón y acelerar aunque no llevara pasajero. Y los códigos de los taxistas. Y perderme cada vez que me sacaban del centro. Y aguantar la desconfianza, la soberbia, de los que subiéndose a un taxi se sienten jefes por un rato. Después del taxi vino el locutorio. De noche. Al principio no fue tan malo. Leía, escribía, escuchaba música, navegaba por Internet, a veces dormía. El dueño empezó a caer pasado de merca, o en abstinencia, a las tres o cuatro de la madrugada, siempre violento, quejándose de la poca recaudación, diciéndome “no vayás a querer cagarme negro de mierda”. Una vez me dijo que le gustaba mi culito. Ahí me fui. Anduve un mes sin un peso y terminé aceptando un trabajo que me consiguió el amante de mi vieja. No quería pero no tuve más remedio, el tipo le había calentado la cabeza a mi mamá diciéndole que yo era un vago, un atorrante, que qué hacía a mi edad todavía viviendo con ella, que él estaba gustoso de mantenerla pero que yo me aprovechaba de la situación, todo eso le escuché decir, a través de la puerta del dormitorio, una tarde que no me oyeron llegar al departamento. El trabajo era en una fábrica de artículos de limpieza en Berazategui, yo tenía que controlar la entrada de la materia prima y la salida de las cajas con los productos elaborados y, al final del día, pasarle las planillas al encargado. Una pavada, pero tenía que levantarme temprano porque la fábrica quedaba lejísimos y a lo largo del día me aburría como un hongo. En ese tiempo mantuve más conforme al tipo que andaba con mi vieja, aunque lo mismo me mandó a marcar de cerca por una especie de capataz, un pelado que desde el vamos me cayó antipático. Sólo por el asunto de mi mamá aguanté más tiempo que con el taxi y el locutorio.
El que me salvó fue Lucho. Me contó que se iba de Limpilandia para trabajar en una funeraria, que necesitaban a otro para la noche, que no hacía falta experiencia, que si yo quería lo hablaba al dueño. Le dije que sí y, acabada la quincena, empecé. La primera noche conocí a Pérez, un flaco de unos cuarenta años que había renunciado porque se volvía a su pueblo, él tenía que enseñarme a trabajar con los muertos. Pérez estaba contentísimo y más que dispuesto a pasarme los secretos del oficio, él odiaba toquetear cadáveres y odiaba la ciudad, la oportunidad de regresar adonde había nacido le equivalía a haberse ganado el gordo de Navidad. Fue una cosa teórica porque no cayó ningún cliente. Lo mismo a la otra noche. Recién a la tercera tuve la posibilidad de verlo trabajar con un anciano consumido que, después de Pérez y rumbo a la sala de velatorio, parecía veinte años más joven. Tengo que reconocer que pese a su aversión, mi entrenador era un profesional. Al otro día atendió a dos, una gorda a la que nos costó encastrar en el ataúd y un tipo con el que Pérez no se esmeró, porque se había suicidado tirándose abajo de un tren y lo iban a velar a cajón cerrado. Otra vez nada la siguiente noche. A la sexta me dejó participar. Me tocó limpiarle, cortarle y esmaltarle las uñas a un morochazo de treinta y pico largos, que se había pasado con el esnife y el whisky, todavía tenía olor a vómito, Pérez me hizo rociarlo con perfume y pegarle los labios con la gotita, porque la boca le había quedado abierta y daba impresión la lengua negra que se le aparecía entre los dientes. “Hoy te las arreglás solo pibe”, me dijo a la séptima noche, y me las arreglé muy bien con el petiso sesentón que apareció a eso de las cuatro, cuatro y media, tanto que cuando terminé, el flaco Pérez sentenció: “qué raro sos pibe, parece como que lo hubieras disfrutado”.

A pesar de una sombra de miedo, estoy feliz. Creo poder discernir que la adrenalina de esta felicidad es más espesa, más torrencial que la adrenalina del miedo. Detesto sentir miedo aunque no sea mucho, no es justo que me suceda. Pero sé que lograré congelar esa sensación y quedarme solamente con la que me complace, me nutre. Lo mismo, sé que crucé una frontera y los erróneos no van a perdonar mi diferencia, mi capacidad de tomar lo que a todos nos ha sido concedido pero sólo está reservado a los que nos atrevemos. Como yo me atreví. Es imposible de que sean capaces de entenderlo. Lucía sí, estoy seguro que ella lo hubiera entendido, lo entiende. Es bueno saber eso, y es bueno saber que tengo tiempo, la ignorancia de los erróneos me da tiempo, gracias a su ignorancia estoy seguro de que voy a conjurar los problemas que puedan traerme.

El día que el flaco Pérez se fue definitivamente, se le hizo una despedida a eso de las ocho de la mañana, para que hubiera más compañeros, que estuviéramos los del turno noche que dejábamos el servicio y los del turno mañana que recién lo tomaban. Teníamos dos velorios, pero ambos habían arrancado a la siesta del día anterior, de modo que, salvo que justo cayera un muerto fresco, calculamos que mucho trabajo no iba a haber. Improvisamos una mesa con la tapa de un cajón barato y dispusimos ahí triples de miga, alfajorcitos de maizena y vasos de plástico con Coca y Fanta. Silvia, una chica que se ocupaba de la parte contable, tomó Sprite light. No cayó ningún finado y la fiesta estuvo linda. Al irse, Pérez me dio un abrazo, me deseó suerte y me recomendó que no me lo tomara tan en serio. No sé por qué, un poco me emocioné.
Justo la primera noche que estuve solo, llegó el cuerpo de una chica joven. Se llamaba María del Carmen Barrientos y tenía diecinueve años, eso vi en el certificado de defunción. Como era del interior no había que preparar velatorio, sólo acondicionarla en el féretro y proveer un furgón para el traslado. Tenía puesto un camisolín de hilo, lleno de florcitas rosadas y celestes, casi transparente. Sus brazos y piernas ya estaban rígidos, pero todavía no se había enfriado del todo. Desnuda era hermosa. Me asqueé de mí por tener una erección. Fue la única vez que me pasó, supongo que por la inexperiencia, desde entonces en más lo empecé a disfrutar sin vestigios de esos horrores propios de los erróneos.
Tuve amantes de toda clase, inclusive una negra y dos chinas. Por desgracia, no tenía muchas oportunidades, nunca me gustó que fueran demasiado grandes y justamente la desgracia toca con mayor frecuencia a las demasiado grandes. En un período de escasez, probé con un adolescente varón pero no me gustó. Fue la excepción y descuento que a causa de su sexo, porque con sus más y sus menos siempre fue gratificante. Y nunca fracasé, salvo con una pelirroja que por una cuestión judicial había estado demorada en cámara de frío y no pude separarle las piernas, y otra, también pelirroja aunque no tanto, que me la entregaron con una autopsia desprolija, un tajo de la garganta al ombligo cosido como un matambre y los pechos mal reacomodados.
Fueron más de diez años, diez años intensos, lujuriosos, omnipotentes. Cada noche, al momento de transponer las puertas de la funeraria, se abría la posibilidad de una aventura, eso era lo más excitante, después no importaba si esa noche, y la otra, y la otra, no ocurría nada, yo sabía que a la siguiente, o a la otra, o la otra, más tarde o más temprano, una nueva presa asomaría, tal certeza ni siquiera exigía paciencia.
Entonces apareció Lucía.

Trabajar de noche reduce la vida social. Yo dejaba la funeraria a las ocho, dormía hasta las cuatro de la tarde, me duchaba, almorzaba, miraba tele hasta eso de las once y ya tenía que volver. No había tiempo para nada. Y para peor, mi día franco era el miércoles. Los dueños estaban contentos conmigo y dos o tres veces ofrecieron premiarme cambiándomelo al sábado, pero yo ya estaba acostumbrado y no quise. Además, estadísticamente, los sábados habían sido los mejores días.
Conocer a Lucía fue entonces pura casualidad. Sus padres y el hermanito menor habían fallecido en un accidente de ruta, ella se desmayó en ese velorio familiar y yo ayudé a atenderla. Cuando la vi recostada en un diván dispuesto en un cuartito para ocasiones como esas, estaba tan pálida que parecía muerta. Creo que en ese instante me enamoró.
Olvidado del arte de la seducción, tuve muchos tropiezos, todos disimulados porque a ella ni se le cruzaba por la cabeza que yo pretendiera conquistarla en medio de un duelo tan reciente. Sólo al cabo de seis meses se dio cuenta, primero se sorprendió, después se escandalizó, más tarde se enterneció, me pidió tiempo y, aunque me mantuvo a cierta distancia, no dejó de verme. Me advirtió que, si bien desde la muerte de su familia estaba sola, antes del accidente había tenido una vida sexual muy agitada, muchos hombres e incluso alguna que otra mujer. Me confesó que ella no había estado en el coche el día del accidente, precisamente para no perderse un menaige a trois organizado por una compañera de la facultad con el profesor de Historia del Arte. No me importó, todo eso había terminado y ella sería para mí solo, estaba estúpido de alegría, mi amor era tanto que desde el mismo momento en que la conocí no la traicioné, jamás amé a otra mujer, pese a que, extrañamente, muertas jóvenes muy apetitosas empezaron a caer a la funeraria con una habitualidad inusual.
No me costó ningún esfuerzo. Amaba, amo, tanto a Lucía, que estar a su lado fue, es, una gloria, a tal extremo que dudé de mis certezas y estuve a punto de sumarme a los erróneos. Si hasta hubo un largo tiempo que lo intenté, pero sólo estuve verdaderamente confundido la semana que siguió al día que Lucía aceptó mi amor, por culpa de los paseos en los parques, el cine, las cenas románticas, ese sábado que falté a la funeraria y bailamos boleros en su departamento, las palabras, los besos. Después no, después de la tercera vez que quise amarla y no pude ya no estuve confundido, me demoré un largo tiempo sólo por la indecisión que a veces tenemos los que no estamos muertos, por la falta de coraje para asumirme distinto, ser minoría, o ser solo, pese a estar seguro de la verdad.
Pero fui capaz de apartar eso y la maté. La maté porque la amaba. La amaba y no podía amarla. Por eso la maté y al fin pude amarla y quedaron atrás los fracasos y su humillante paciencia y comprensión. La maté y la he amado, con más placer que a ninguna otra, ya es mañana plena y hace horas que estoy haciéndole el amor, colmado, gozoso, feliz, he perdido la cuenta de cuántas veces la penetré, la disfruté, habrán sido seis, siete, quizás ocho erecciones magníficas, vigorosas, seis, siete, quizás ocho explosiones de mi torrente inundando sus fuentes muertas.
Naturalmente muertas.

jueves, 15 de abril de 2010

Historias de viaje: tres mujeres venezolanas, Parte 1: Teresa Carreño, la que casi le puso a Lincoln un piano de sombrero

Esta historia la conocí visitando en Caracas el Centro Cultural Teresa Carreño, un complejo con un diseño arquitectónico soberbio tanto exterior como interior, obras de arte que lo ornamentan (impresionante “Cubos virtuales blancos sobre proyección amarilla”, que cuelga del techo del foyer), y un teatro muy moderno y funcional para dramaturgia, ópera, ballet y conciertos, con escenarios desplazables, cuatro subsuelos de talleres de escenógrafos, vestuaristas y tramoyistas, telón cortafuegos, impecable distribución de todas las comodidades y una acústica basada en un sistema de “nubes de sonido”, que consiste en placas metálicas que fueron diseñadas y probadas una por una y en conjunto.









El padre de Teresa, un compositor de música para piano, había puesto toda su esperanza en que la hermana mayor de Teresa fuera la ejecutante famosa de sus obras. Pero parece que la hermana de Teresa era bastante tronco. Una noche el padre escucha la interpretación, perfecta, de una de sus composiciones más difíciles, se acerca a la sala ilusionado con que es su hija prelidecta la que está al piano, pero no, es Teresa, que para ese tiempo habrá tenido 6 o 7 años. Esto era a principios de la década de 1860 y como habrá sido la cosa desde ahí que, en 1862, antes de cumplir los 9, dio un recital público en el Irving Hall de Nueva York, donde estaban viviendo porque el padre y casi toda la familia tuvo que rajarse de Venezuela por la Guerra Federal, sin un mango, y la pendeja mantuvo tocando piano a los 13 o 14 que eran.
En 1866 se fue a estudiar a París y entre 1871 y 1885 dio conciertos en los auditorios más porongas de Europa, América, Sudafrica, y Oceanía, además de haber sido solista de la filarmónica de Berlín y haberse hecho amiga de, entre otros, Brahms (que para elogiarla dijo que “tocaba como UN pianista”), Liszt, Wagner y Clara Schumann.
Cuando se vuelve a Caracas, el presidente de Venezuela le encarga organizar la temporada de ópera, que fracasa porque los forros de la sociedad de ese tiempo le hacen un boicot porque es divorciada; se nota que juá, la chica no era de someterse a los prejuicios porque a esa altura del partido iba por su segundo marido y, para principios de 1900, por el cuarto, que encima era su segundo cuñado.
Siguió haciendo giras y conciertos y también componiendo (es autora de más de 40 piezas). Acabó viviendo en Nueva York, donde se murió en 1917. Lincoln la invitó a tocar en la Casa Blanca y, como el piano estaba desafinado, estuvo ahí de alzarse a la mierda, saltó de la banqueta y dijo que no tocaba más. Parece que Lincoln zafó del papelón porque le pidió “The Mockingbird”, su canción favorita, que resultó ser la misma que de Teresa.
Para mí que Lincoln lo sabía y, también para mí, que Teresa se hizo la boluda.

jueves, 8 de abril de 2010

Grieta de fatiga (Fabio Morábito)


Supe de este tipo por una entrevista que le hizo Oliverio Coelho a cuento de “Emilio, los chistes y la muerte”, una novela que nomás saber algo del argumento, enseguida tuve ganas de leer pero todavía no la pude conseguir. Ahora, después de leer los 15 cuentos de “Grieta de fatiga” (gracias Carina), las ganas se han multiplicado, porque la prosa de Morábito es una vaselina de tanta fluidez y ojo, que este valor es de mérito porque ninguno de los 15 cuentos pueden considerarse objetivamente fáciles, así que, colofón, escribir fácil es difícil.
No es lo único y ni siquiera lo principal. Todos los cuentos están plagados de complejidades de la naturaleza humana, que se perciben y provocan sin necesidad de que el autor las haga explícitas, muy por el contrario, emergen con toda claridad de una escritura sutil, o al menos alejada de lo directo, en fin, puro arte literario como yo lo concibo y me gusta. “El tenis de los viernes”, el 6° cuento, es para mí emblemático en este sentido.
Pienso que ninguno de los inicios de cuento puede considerarse atrapador, pero todos desatan intriga, no esa clase de intriga ligada con el suspenso o el secreto a develar, sino más bien una cosa como de ¿a dónde me quiere llevar este tipo? Y uno quiere ir.
Los menos de los finales son cerrados, y estuvo bien cuando Morábito eligió terminarlos así (“El gesto”, por ejemplo); la mayoría de los cuentos (y también estuvo bien) siguen más allá del punto final o, como en “Huellas”, es uno el que se queda queriendo cerrar el cuento.
En “Huellas” justamente, me quiero detener un poquito. Es el primero de los cuentos y el que más me gustó de una antología en la que cuesta elegir un favorito (bueno, no hace falta). “Huellas” es una montaña rusa, en menos de seis páginas la cabeza del protagonista pone al lector en alternativos estados de intensidad, tensión y, digamos, desinfle, con una consistencia de tanque blindado. “Armaduras”, el 14°, también me parece especialmente recomendable, cerrado tras una comedia graciosísima con un final de efecto; creo que en este cuento es donde más se arriesga Morábito y le salió fenómeno.
Bueno, nada más para lo que da este espacio. Para terminar sólo un obvio llamado a la solidaridad: ¿a quién le compro “Emilio, los chistes y la muerte”?, o ¿quién me lo presta?, ¿o me lo regala? (jé), o ¿a quién se lo puedo robar?

jueves, 4 de marzo de 2010

Nocturno de Chile (Roberto Bolaño)


Está buena esta impunidad que da el facebook o el blog y, aunque me gustaría que fuera al revés, está bueno ser un tipo aficionado a la literatura que se gana la vida de otra cosa y no con la literatura, porque pienso que si me ganara la vida como escritor o crítico o “reseñador” o cosa parecida, quizás tendría represiones (propias y/o externas) para hablar mal de una novela de una de las “vacas sagradas” del momento. De todas formas, y si bien precisé la introducción porque un par de cosas malas tengo para decir, la novela me resultó de buena a muy buena. Me costó al principio entrarle al registro narrativo, y también se me hizo pesado el texto sin organizar en capítulos, ni siquiera en párrafos, pero a las veinte o treinta páginas ya me puse en onda y la novela empezó a pegarme saludablemente; el recuerdo febril del protagonista —en muchas partes me sonó onírico— está logrado con esa desprolijidad que tiene Bolaño para narrar, y que uno no demora en darse cuenta, igual que por ejemplo en “Los detectives salvajes” y en “2666”, no tanto en “Estrella distante”, “Putas asesinas” y “El gaucho insufrible” (es todo lo que leí del tipo hasta ahora), que esa desprolijidad responde a una forma muy pensada y muy cuidadosa, y que si escribiera lo mismo con prolijidad, el efecto no sería el mismo. También me gustó, mucho, la progresión narrativa, porque hay un “in crescendo” que tiene en simultáneo no solamente episodios cada vez más intensos (hasta llegar a un final de gran impacto), sino también una profundización en el conocimiento de los rasgos del personaje, de manera que resulta una construcción a través de la cual el lector lo va conociendo a medida que avanza en la lectura y recién en las últimas páginas tiene sacada la ficha completa acerca del pensamiento, la ideología del susodicho personaje, que no lo he dicho hasta acá, se trata de un cura, viejo ya, memorando en una noche, una sola noche, sus vivencias en Chile durante los años previos a Allende, durante Allende, Pinochet y los primeros tiempos de la democracia. Lo que no me gustó de la novela y justifica la introducción de estas líneas, han sido por una parte, dos cosas que ya me fastidiaron en otros trabajos de Bolaño, el exceso (realmente abrumador) de referencias a autores y el exceso de episodios anecdóticos en la trama. De esto último ya había tenido una sobredosis en “2666”, en la parte de los hallazgos de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, y acá, menos pero igual excesivo, con una cuestión de curas europeos que entrenan halcones para cazar palomas y combatir así el daño que las cacas le hacen a las fachadas de las iglesias. Y en cuanto a lo de las referencias a autores, ya parece un ejercicio narcisista (prestame la expresión Carina) que aburre soberanamente y a mí por lo menos, como lector medio que ni siquiera conoce a muchos de los que nombra (y que inclusive podría tragarse a alguien inexistente, si en la ficción Bolaño creyó necesario inventarse un autor), no me suma nada en términos de elementos de la trama. Por otra parte, la revelación explícita al final de quién es el “joven envejecido” (un personaje al que el cura habla y escucha en sus pensamientos durante su noche de fiebre), en lo que pareciera ser fruto de una desconfianza al lector, se estropea sin ninguna necesidad la sutileza que esa cuestión tenía hasta ahí. Pero bueno, fuera de esto (que qué se le va a hacer, ni Bolaño es perfecto) la novela es 100% recomendable, gracias a “Dudo de Todo” que me la prestó (otra ventaja, estos agradecimientos “públicos” no podría hacerlos si fuera “reseñador” profesional).

martes, 16 de febrero de 2010

Colonia (Juan Martini)


Una novela a la que me costó un poco de trabajo “entrarle”, pero una vez que lo conseguí (no más de unas páginas), el clima que consigue (y sostiene) Martini es buenísimo. Además del protagonista (Balbi, un interno de esa colonia que no se sabe bien, y no importa, qué clase de instituto de salud es) se despliega un mosaico de personajes enigmáticos, oscuros, intensos, no hay uno solo que no interese, no hay uno solo que no diga, en algún momento de la trama, algo que no merezca pararse en la lectura y ponerse a pensar o, al menos, a paladear. Tendría parvas de esos ejemplos pero me quedo con uno de los últimos (y seguro que no por mejor sino por más fresco): “…las cosas suceden cuando suceden, y cuando terminan lo que queda es esa baba estúpida, débil y sucia que llamamos recuerdo. El recuerdo no es real. El recuerdo es lo que inventamos para convencernos de que un sentimiento, a veces, existió…”.

La novela entonces se disfruta por partida doble, ya que con mucho manejo Martini escribe una historia salpicada de varios episodios intensos que vienen a sacudir ese clima prevalentemente sórdido, triste y enfermo, y a la vez, la galería de seres que protagonizan esos episodios y habitan ese clima y la geografía tan bien descripta de “la colonia” y su entorno, son, en su extrema particularidad, tanques de una notable solidez.

Finalmente, Martini tiene un oficio, una voz, un registro al que no hay con que darle, y casi siempre acierta con el cómo cada quién (narrador incluido) tiene que decir cada cosa. Tal vez se me desacomodó un poco solamente en una parte en la que Balbi entra en unos devaneos acerca de la ideología política de él y de su padre, que a mí me vino sobrando. Y también me provocó alguna duda la puntuación en la prosa (es bastante especial, a veces, en medio de una lectura casi siempre fluida, me obligó a detenerme y releer, como si faltaran comas en algunos párrafos, aunque finalmente termina funcionando) y cierta elección de la cantidad y calidad de adjetivos. En cambio me pareció muy interesante, muy propio del “retorcimiento” de los personajes, vueltas sobre cuestiones intrascendentes para el común de la gente (por ejemplo, en boca del celador: "El hombre que llegó el lunes a la Colonia está sentado en una silla, frente a una mesa, y escribe en un cuaderno con una lapicera. El celador sabe que hay gente que piensa que una lapicera es una pluma estilográfica. El celador reconoce, en su fuero interno, que el sentido de la palabra se le escapa. Pero no quiere hablar de estas cosas con su jefe”).

En fin, prácticamente ningún pero, al punto de que (ya me había pasado cuando leí Puerto Apache) cuando entré al blog de Juan Martini reprimí con energía clikear la pestaña “Taller literario”: por más adicto que sea, no puedo hacer cuatro talleres en el 2010.

domingo, 17 de enero de 2010

Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc

Así promocionaban carteles en letras negras sobre fondo naranja, de eso me acuerdo bien, con un dibujo de Jimi Hendrix azotando la guitarra. Era enero del 70, yo estaba por cumplir 15 años, y me tenían medio enloquecido, de los que más me vienen a la memoria, Jimi Hendrix, Crosby, Stills, Nash & Young, Blood, Sweat & Tears, Joe Cocker, The Who, Creedence, Janis Joplin, Santana y Joan Baez, todos nenes (y nenas) que habían roto todo en Woodstock 69, el mejor concierto hippie de la historia, “tres días de paz y música” en agosto de 1969.
A los pibes de Santa Fe no nos había llegado mucho, pero Pablo Mudry, el cabezón José y yo, estábamos más al tanto gracias al “viejo” Caminitti (y las comillas van porque en ese entonces, Caminitti ni habrá tenido 40 pirulos), un rengo de bastón elegante, barba y pelo largo, el único hippie auténtico que teníamos a mano, el que nos enseñó a tomar cerveza al natural engordada con ginebra, el único al que hasta ese tiempo habíamos visto fumarse un porro de verdad, porque nunca pudimos comprobar a ciencia cierta la especie de que Pololo y Sarzotti habían criado unas plantas en el fondo de la casa de la abuela del gringo Velocci.
El viejo Caminitti se hacía unos mangos en un altillo de la Avenida López y Planes, en Barranquitas, arriba de una ferretería, haciéndonos escuchar a los monstruos a veces en long plays, a veces en cassettes y, lo más, en grabaciones de cinta abierta que él mismo armaba y, después de esperar no menos de dos semanas, conseguir y vendernos discos que ni siquiera en Breyer, la disquería más importante de Santa Fe, se podían encontrar. Yo ahorraba la guita del colectivo gastando el camino y las suelas al Nacional Simón de Iriondo, Facundo Zuviría-San Jerónimo-Mendoza, como 50 cuadras, para poder comprarle por lo menos dos discos al mes.
Los que escuchábamos esa música nos sentíamos superiores a los que todavía no se habían despegado de las estelas de Palito Ortega y Sandro, pero respetábamos más, y poco a poco también los fuimos incorporando, a los que le daban pelota a los argentinos, Lito Nebbia y Los Gatos, Almendra, Manal, Vox Dei y Arco Iris, que encima sí se conseguían en Breyer.
En ese punto estábamos cuando llegó Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc.
La isla Berduc queda camino a Paraná y ahí estaba, antes de que se hiciera el Túnel Subfluvial, el atracadero de balsas para cruzar a Entre Ríos. La cosa había sido programada para tres días seguidos igual que en Woodstock, con grupos y solistas de Santa Fe y Entre Ríos, la verdad es que no conocíamos a casi ninguno de los anunciados, pero en nuestras cabezas la lógica no funcionó, nuestras cabezas deliraron e imaginaron que se avecinaba una experiencia mística, que íbamos a estar en un Woodstock vernáculo que iba a terminar siendo la envidia de los porteños y rosarinos pelotudos, incapaces de tener los huevos para hacer algo parecido, nuestras cabezas imaginaron música, amor y paz y todo lo que eso traía puesto.
Arrancó un viernes a la mañana, marchamos temprano para agarrar el colectivo de la costa, yo a escondidas de mi vieja que se hubiera enloquecido de haberse enterado, vestidos con las camisetas que teñíamos con anilinas atándoles nudos, para que quedaran con círculos de colores; la mía era lila; en el bondi éramos los únicos tres que íbamos al festival, pero lo mismo no se desalentó nuestra idea de que una multitud de hippies iba a inundar la isla Berduc, que capaz con algo de suerte no solamente seríamos espectadores, tal vez protagónicos, de un hito en la historia del rock, sino también ligaríamos algunas cositas anexas, porque los carteles anunciaban grandes sorpresas (que conjeturábamos decían así, porque mucha alharaca los organizadores no podían hacer estando el país bajo la dictadura de Onganía) y nuestras expectativas iban desde a que capaz se aparecía Lito Nebbia, hasta vaya a saber la cantidad de minitas rápidas que iba a haber.
Desde la parada del colectivo hasta donde habían puesto el escenario, tuvimos que caminar, casi a campo traviesa, como medio kilómetro. Lo que nos guiaba no eran carteles indicadores, sino “Born on the Bayou”, “Bootleg”, “Graveyard Train”, “Proud Mary” y todo lo demás de “Bayou Country”, el segundo LP de Creedence, que sería todo lo que con algo de perfume a Woodstock escucharíamos ese día. La noche antes había llovido y, además de embarrarnos bastante, de entre los yuyales salieron bandadas de mosquitos, jejenes y barigüíes, que nos dejaron a la miseria, los guachos eran tan grandes y sedientos que picaban a través de la ropa. Repelente no habíamos llevado.
La primera mirada nos devolvió más cantidad de policías y puestos de panchos y chorizos que de gente. Cinco o seis de la organización pasaban guadañas entre los yuyos para dejar limpia una medialuna alrededor del escenario, un rectángulo de 6 x 3, sin techo, con bolsas de arpillera agarradas a unas cañas tacuara cubriendo los lados y el fondo, sobre el que habían pegado un cartel hecho con papel afiche que decía Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc. A los costados, unos parlantes medio anémicos y dos banderas blancas con el símbolo de amor y paz.
Demoró bastante en arrancar, como una hora y media. Entre tanto fueron llegando más, no demasiados. Chicas solas casi no había. El único entretenimiento fueron unas piñas entre un grupito del Comercial y otro del Industrial de Junín, una cosa que se venían prometiendo desde el fin de semana antes; los del Comercial cobraron para todo el campeonato, como siempre les pasaba.
Los primeros que subieron a tocar pusieron voluntad. Igual un ruido a lata bárbara. Tocaron tres o cuatro de Creedence, una me acuerdo seguro fue “Cotton fields”, porque a mí me gustaba mucho y la destrozaron. El cabezón José, que siempre fue más maduro que los demás, creyó llegado el momento de la realidad y nos preguntó que si no nos parecía que a la isla Berduc, lo único de Woodstock que había llegado era Creedence.
Después vinieron más émulos, esta vez en castellano, supongo que habrá sido algo de Almendra o Manal, hasta muchos años después, cuando dejamos de vernos con Pablo y el cabezón, les discutí que habían tocado “Jugo de tomate frío” y ellos decían que no podía ser, que “Jugo de tomate frío” fue más adelante, lo que me hace pensar que a medida que pasa el tiempo le pongo más ganas a los recuerdos.
Todos fueron de perros para abajo, salvo unos pibitos de Santo Tomé que hicieron temas de ellos cantados por una chica que, al lado del resto, parecía Brenda Lee. Más adelante nos contarían que el bajista había llegado a tocar en una banda que le hizo soporte a Serú Girán, y que la chica fue amante de … (un rockero muy famoso), pero vaya uno a saber si es cierto, de Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc, se han contado muchos bolasos.
Atrás de los santotomesinos vino lo peor. El presentador agarró el micrófono, dijo algo de la confraternidad entre géneros musicales y subió un dúo de guitarra y bombo, con bombachas de gaucho, a tocar chacareras. Los pollos más chicos fueron gargajos de dinosaurios, aunque ínfimos comparados con los que le volaron al presentador cuando, en vez de alterar el orden del programa a ver si la cosa escampaba, volvió con la cantinela de la confraternidad y dijo, al mejor estilo Cosquín, “desde San Francisco de Córdoba…”, y se trepó al escenario el cuarteto no sé cuánto, para el que los gallos no alcanzaron, y dos o tres a los que se les escapó de la mano una botella de cerveza o la petaca vacía, fueron los primeros demorados.
Mientras tanto, de las cosas “anexas” nada, salvo que contabilice lo de tres minas que se nos pegaron, bastante más grandes que nosotros, veintipico diría, dos gorditas y un susto de medianoche, que nos convidaron con unos humitos que a mí me parecieron con gusto a zarzaparrilla y preferí seguir con mis Particulares 30. O, en lo que sería el preámbulo del fin, pasada la hora de la siesta y mientras tocaba uno que se la pasaba amagando con romper la guitarra a lo Jimi Hendrix, una piba se trepó al escenario, se sacó la remera y se quedó en tetas bailando un rato, hasta que con semejante atentado a la moral y las buenas costumbres, los canas decidieron intervenir para bajarla, volaron algunos cascotes y se armó un desbande durante el que los polis aprovecharon para revolear algún que otro bastonazo y, menos mal, suspender por ese día Woodstock en Santa Fe: el festival de la Isla Berduc. En la semana nos enteramos que la piba estaba loca, pero loca de verdad, que había estado una temporadita en el manicomio de Don Bosco.
Nos volvimos con la cola entre las patas, ahora teniendo que sufrir a los mosquitos vespertinos y al colectivo lleno. Como llegamos a la ciudad más o menos temprano nos metimos en el cine Mayo, el único que no pedía documentos para entrar a ver películas prohibidas para menores de 18.
Nos vimos una de la Coca Sarli. Fuego, creo que era.

miércoles, 13 de enero de 2010

La barrera del pudor (Pablo Simonetti)

A partir de Amelia, una treinta y largos recién separada a causa, en principio, de su insatisfacción sexual en el matrimonio, Simonetti estructura la novela en 5 visitas (la hermana, un ex–amante, el ex–marido, la pareja actual y el ex–marido de nuevo) a la casa de fin de semana donde la mujer se recluye después del divorcio. La totalidad del texto está escrito en la primera persona de la mujer y, apelando a asociaciones de recuerdos y pensamientos, atraviesa por un cúmulo de episodios que resumen los conflictos de la mujer en primer plano y lo esencial del resto de los personajes.Hasta ahí muy bien, el autor responde a las expectativas que me había creado desde que conocí su historia personal (sobre todo la relacionada con su inserción en la literatura), poniendo a vivir un personaje con un punto de vista que lo sustenta con solidez. Pero conforme se avanza en la lectura, uno va viendo que el texto se desdobla en partes donde el autor imprime a la novela fluidez y verosimilitud a través de acciones, hechos, diálogos, y partes donde se hunde en reflexiones sobrecargadas, muchas de un tenor psicológico primario, y muchas de dudosa calidad y creatividad (i.e. “descender en círculos hasta el lago congelado donde se sumergen el afecto y la buena voluntad, mientras un aliento frío les cierra el paso de regreso a la superficie”) que no suman, al contrario. En este sentido, el epílogo tras las 5 visitas resulta insoportable, ahí da la sensación de que el autor, desconfiando de la capacidad del lector para haber comprendido, pone en boca de Amelia explicaciones superabundantes. Es una pena esto, cuando Simonetti demuestra momentos de síntesis muy buenos, por ejemplo cuando en una mención a “El lamento de Portnoy”, de Philip Roth, Amelia dice, y muy a cuento en el contexto, “…lo llenan de culpas y remordimientos, pero lo quieren”. Otra cosa que me molestó por excesiva, es un regodeo en lo que llamaría “sexo explícito”, me parece que con un par de encuentros sexuales detallados alcanza para que uno vea las calenturas, no hace falta repetirlo todas las veces. Finalmente, aparecen con demasiada recurrencia largas menciones y descripciones a las especies vegetales y animales que pueblan el escenario principal, que para mi gusto son aburridas y no aportan al seguimiento de las imágenes.En el balance la novela tiene valores interesantes, pero creo que me hubiera gustado muchísimo más con unas cuantas páginas menos. Ahora habría que leerle “Vidas vulnerables”, un libro de cuentos elogiadísimo por Roberto Bolaño. Veremos.

domingo, 10 de enero de 2010

El amor es la más barata de las religiones (Ariel Bermani)

Me gusta Bermani. Escribe la clase de novelas que a mí me gustaría saber escribir. Acá hace eje en una idea bastante convencional (dicho muy básicamente, un marido que descubre a su mujer engañándolo con otro tipo) y sin embargo se las arregla para crear desde ahí una historia atractiva y creíble, con media docena de personajes bien construidos, con mucha carnadura, a través de una prosa despojada y fluida, que usa de manera alternativa diálogos —algunos sin ni siquiera aclarativos—, relatores en primera persona (el tipo, la esposa, el hijo, la suegra) y, no mucho, un relator omnisciente. No obstante, el último tercio de la novela se desgaja un poco, es como si ahí Bermani hubiera perdido los registros narrativos que tan bien le venían funcionando (particularmente el personaje del hijo, cuya voz cobra mucho protagonismo) y, además, da la sensación de que da vueltas innecesarias, como si no pudiera encontrar un final. Por culpa de esto no es lo mejor que leí de Bermani (antes, “Veneno” y “Leer y escribir”) pero en el balance vale más que la pena leerle este trabajo, ojalá pudiera descubrir con qué arte, oficio o sutileza, consigue que a uno se le queden dando vueltas en la cabeza Ricardo, Dolores, Nacho, Pasto, Tapón y Molly, preguntándose, como si realmente existieran, qué va a ser de ellos de ahora en más.