sábado, 17 de abril de 2010

Amortaja

La muerte es natural, muy natural, tan natural que no puede hacerse diferencia entre un muerto de viejo, un infartado a la edad de los infartos, un elegido por un cáncer precoz, un chico atropellado por un tren o un muerto por la mano de otro. Yo lo sé, he visto cientos de cadáveres y lo sé. También sé que muy pocos lo sienten así, muy pocos sienten que la muerte es más natural que la vida, mucho más natural. No se dan cuenta, la mayoría no se da cuenta.
Eso puede traerme problemas. Que los erróneos sean mayoría puede traerme problemas. Conozco a los erróneos, yo mismo pude ser uno de ellos.

Estoy exhausto. Tengo que descansar. Presagio que voy a necesitar de todas mis fuerzas. Y lucidez de pensamiento. Me recuesto al lado de Lucía y me miro en sus gigantes ojos verdes, fijos, aún amantes. Previniéndome de los erróneos. Desde afuera, la luz y el ruido de esta mañana de jueves se han inmiscuido, irremediablemente, entre los dos. Me asomo por la ventana para mostrarle mi odio a esa mañana invasora. Una fila de cuatro taxis, marchando casi a paso de hombre, fastidian por igual a peatones, dos colectivos y varios autos particulares. Cuando me echaron de la financiera manejé un taxi. No duré ni un mes. Cosas como estas fueron las que me molestaron, humillar la voluntad de pegar un volantazo, apartarme del cordón y acelerar aunque no llevara pasajero. Y los códigos de los taxistas. Y perderme cada vez que me sacaban del centro. Y aguantar la desconfianza, la soberbia, de los que subiéndose a un taxi se sienten jefes por un rato. Después del taxi vino el locutorio. De noche. Al principio no fue tan malo. Leía, escribía, escuchaba música, navegaba por Internet, a veces dormía. El dueño empezó a caer pasado de merca, o en abstinencia, a las tres o cuatro de la madrugada, siempre violento, quejándose de la poca recaudación, diciéndome “no vayás a querer cagarme negro de mierda”. Una vez me dijo que le gustaba mi culito. Ahí me fui. Anduve un mes sin un peso y terminé aceptando un trabajo que me consiguió el amante de mi vieja. No quería pero no tuve más remedio, el tipo le había calentado la cabeza a mi mamá diciéndole que yo era un vago, un atorrante, que qué hacía a mi edad todavía viviendo con ella, que él estaba gustoso de mantenerla pero que yo me aprovechaba de la situación, todo eso le escuché decir, a través de la puerta del dormitorio, una tarde que no me oyeron llegar al departamento. El trabajo era en una fábrica de artículos de limpieza en Berazategui, yo tenía que controlar la entrada de la materia prima y la salida de las cajas con los productos elaborados y, al final del día, pasarle las planillas al encargado. Una pavada, pero tenía que levantarme temprano porque la fábrica quedaba lejísimos y a lo largo del día me aburría como un hongo. En ese tiempo mantuve más conforme al tipo que andaba con mi vieja, aunque lo mismo me mandó a marcar de cerca por una especie de capataz, un pelado que desde el vamos me cayó antipático. Sólo por el asunto de mi mamá aguanté más tiempo que con el taxi y el locutorio.
El que me salvó fue Lucho. Me contó que se iba de Limpilandia para trabajar en una funeraria, que necesitaban a otro para la noche, que no hacía falta experiencia, que si yo quería lo hablaba al dueño. Le dije que sí y, acabada la quincena, empecé. La primera noche conocí a Pérez, un flaco de unos cuarenta años que había renunciado porque se volvía a su pueblo, él tenía que enseñarme a trabajar con los muertos. Pérez estaba contentísimo y más que dispuesto a pasarme los secretos del oficio, él odiaba toquetear cadáveres y odiaba la ciudad, la oportunidad de regresar adonde había nacido le equivalía a haberse ganado el gordo de Navidad. Fue una cosa teórica porque no cayó ningún cliente. Lo mismo a la otra noche. Recién a la tercera tuve la posibilidad de verlo trabajar con un anciano consumido que, después de Pérez y rumbo a la sala de velatorio, parecía veinte años más joven. Tengo que reconocer que pese a su aversión, mi entrenador era un profesional. Al otro día atendió a dos, una gorda a la que nos costó encastrar en el ataúd y un tipo con el que Pérez no se esmeró, porque se había suicidado tirándose abajo de un tren y lo iban a velar a cajón cerrado. Otra vez nada la siguiente noche. A la sexta me dejó participar. Me tocó limpiarle, cortarle y esmaltarle las uñas a un morochazo de treinta y pico largos, que se había pasado con el esnife y el whisky, todavía tenía olor a vómito, Pérez me hizo rociarlo con perfume y pegarle los labios con la gotita, porque la boca le había quedado abierta y daba impresión la lengua negra que se le aparecía entre los dientes. “Hoy te las arreglás solo pibe”, me dijo a la séptima noche, y me las arreglé muy bien con el petiso sesentón que apareció a eso de las cuatro, cuatro y media, tanto que cuando terminé, el flaco Pérez sentenció: “qué raro sos pibe, parece como que lo hubieras disfrutado”.

A pesar de una sombra de miedo, estoy feliz. Creo poder discernir que la adrenalina de esta felicidad es más espesa, más torrencial que la adrenalina del miedo. Detesto sentir miedo aunque no sea mucho, no es justo que me suceda. Pero sé que lograré congelar esa sensación y quedarme solamente con la que me complace, me nutre. Lo mismo, sé que crucé una frontera y los erróneos no van a perdonar mi diferencia, mi capacidad de tomar lo que a todos nos ha sido concedido pero sólo está reservado a los que nos atrevemos. Como yo me atreví. Es imposible de que sean capaces de entenderlo. Lucía sí, estoy seguro que ella lo hubiera entendido, lo entiende. Es bueno saber eso, y es bueno saber que tengo tiempo, la ignorancia de los erróneos me da tiempo, gracias a su ignorancia estoy seguro de que voy a conjurar los problemas que puedan traerme.

El día que el flaco Pérez se fue definitivamente, se le hizo una despedida a eso de las ocho de la mañana, para que hubiera más compañeros, que estuviéramos los del turno noche que dejábamos el servicio y los del turno mañana que recién lo tomaban. Teníamos dos velorios, pero ambos habían arrancado a la siesta del día anterior, de modo que, salvo que justo cayera un muerto fresco, calculamos que mucho trabajo no iba a haber. Improvisamos una mesa con la tapa de un cajón barato y dispusimos ahí triples de miga, alfajorcitos de maizena y vasos de plástico con Coca y Fanta. Silvia, una chica que se ocupaba de la parte contable, tomó Sprite light. No cayó ningún finado y la fiesta estuvo linda. Al irse, Pérez me dio un abrazo, me deseó suerte y me recomendó que no me lo tomara tan en serio. No sé por qué, un poco me emocioné.
Justo la primera noche que estuve solo, llegó el cuerpo de una chica joven. Se llamaba María del Carmen Barrientos y tenía diecinueve años, eso vi en el certificado de defunción. Como era del interior no había que preparar velatorio, sólo acondicionarla en el féretro y proveer un furgón para el traslado. Tenía puesto un camisolín de hilo, lleno de florcitas rosadas y celestes, casi transparente. Sus brazos y piernas ya estaban rígidos, pero todavía no se había enfriado del todo. Desnuda era hermosa. Me asqueé de mí por tener una erección. Fue la única vez que me pasó, supongo que por la inexperiencia, desde entonces en más lo empecé a disfrutar sin vestigios de esos horrores propios de los erróneos.
Tuve amantes de toda clase, inclusive una negra y dos chinas. Por desgracia, no tenía muchas oportunidades, nunca me gustó que fueran demasiado grandes y justamente la desgracia toca con mayor frecuencia a las demasiado grandes. En un período de escasez, probé con un adolescente varón pero no me gustó. Fue la excepción y descuento que a causa de su sexo, porque con sus más y sus menos siempre fue gratificante. Y nunca fracasé, salvo con una pelirroja que por una cuestión judicial había estado demorada en cámara de frío y no pude separarle las piernas, y otra, también pelirroja aunque no tanto, que me la entregaron con una autopsia desprolija, un tajo de la garganta al ombligo cosido como un matambre y los pechos mal reacomodados.
Fueron más de diez años, diez años intensos, lujuriosos, omnipotentes. Cada noche, al momento de transponer las puertas de la funeraria, se abría la posibilidad de una aventura, eso era lo más excitante, después no importaba si esa noche, y la otra, y la otra, no ocurría nada, yo sabía que a la siguiente, o a la otra, o la otra, más tarde o más temprano, una nueva presa asomaría, tal certeza ni siquiera exigía paciencia.
Entonces apareció Lucía.

Trabajar de noche reduce la vida social. Yo dejaba la funeraria a las ocho, dormía hasta las cuatro de la tarde, me duchaba, almorzaba, miraba tele hasta eso de las once y ya tenía que volver. No había tiempo para nada. Y para peor, mi día franco era el miércoles. Los dueños estaban contentos conmigo y dos o tres veces ofrecieron premiarme cambiándomelo al sábado, pero yo ya estaba acostumbrado y no quise. Además, estadísticamente, los sábados habían sido los mejores días.
Conocer a Lucía fue entonces pura casualidad. Sus padres y el hermanito menor habían fallecido en un accidente de ruta, ella se desmayó en ese velorio familiar y yo ayudé a atenderla. Cuando la vi recostada en un diván dispuesto en un cuartito para ocasiones como esas, estaba tan pálida que parecía muerta. Creo que en ese instante me enamoró.
Olvidado del arte de la seducción, tuve muchos tropiezos, todos disimulados porque a ella ni se le cruzaba por la cabeza que yo pretendiera conquistarla en medio de un duelo tan reciente. Sólo al cabo de seis meses se dio cuenta, primero se sorprendió, después se escandalizó, más tarde se enterneció, me pidió tiempo y, aunque me mantuvo a cierta distancia, no dejó de verme. Me advirtió que, si bien desde la muerte de su familia estaba sola, antes del accidente había tenido una vida sexual muy agitada, muchos hombres e incluso alguna que otra mujer. Me confesó que ella no había estado en el coche el día del accidente, precisamente para no perderse un menaige a trois organizado por una compañera de la facultad con el profesor de Historia del Arte. No me importó, todo eso había terminado y ella sería para mí solo, estaba estúpido de alegría, mi amor era tanto que desde el mismo momento en que la conocí no la traicioné, jamás amé a otra mujer, pese a que, extrañamente, muertas jóvenes muy apetitosas empezaron a caer a la funeraria con una habitualidad inusual.
No me costó ningún esfuerzo. Amaba, amo, tanto a Lucía, que estar a su lado fue, es, una gloria, a tal extremo que dudé de mis certezas y estuve a punto de sumarme a los erróneos. Si hasta hubo un largo tiempo que lo intenté, pero sólo estuve verdaderamente confundido la semana que siguió al día que Lucía aceptó mi amor, por culpa de los paseos en los parques, el cine, las cenas románticas, ese sábado que falté a la funeraria y bailamos boleros en su departamento, las palabras, los besos. Después no, después de la tercera vez que quise amarla y no pude ya no estuve confundido, me demoré un largo tiempo sólo por la indecisión que a veces tenemos los que no estamos muertos, por la falta de coraje para asumirme distinto, ser minoría, o ser solo, pese a estar seguro de la verdad.
Pero fui capaz de apartar eso y la maté. La maté porque la amaba. La amaba y no podía amarla. Por eso la maté y al fin pude amarla y quedaron atrás los fracasos y su humillante paciencia y comprensión. La maté y la he amado, con más placer que a ninguna otra, ya es mañana plena y hace horas que estoy haciéndole el amor, colmado, gozoso, feliz, he perdido la cuenta de cuántas veces la penetré, la disfruté, habrán sido seis, siete, quizás ocho erecciones magníficas, vigorosas, seis, siete, quizás ocho explosiones de mi torrente inundando sus fuentes muertas.
Naturalmente muertas.

No hay comentarios: