El sillón
Federico se puso de pie para darle cuerda al cucú de la sala. Daba las siete como siempre, hacía años que aquel reloj había dejado de funcionar. Liberada del peso del hombre sobre su falda, Lidia, su esposa, también pudo abandonar el sillón dando un largo resoplido. Luego de practicar algunas flexiones para restaurar la circulación en sus piernas, se acercó con lentitud a la ventana. Aspiró con fruicción el aroma a cebollas que emanaba de la chimenea de la pizzería vecina; aún respirando con dificultad, las flexiones le provocaban cada vez más agitación.
—Tienes que iniciar pronto una dieta —le dijo a su marido quebrando el silencio.
—Sabía que dirías eso —replicó él malhumorado.
Haciendo caso omiso del malestar de su cónyugue, Lidia insistió: —No te fastidies, no hay muchas alternativas. O haces dieta o compras otro sillón.
—También podría ser que fueras tú la que se sentara en mi regazo —ofreció Federico, ahora con más amabilidad. Luego de un breve silencio, durante el cual el anhelo del hombre pareció aletear en el eco de su propia voz, ella respondió: —Ya sabes que eso es imposible, siempre tienes erecciones cuando yo me siento sobre tus piernas.
Federico clavó sus ojos en los de Lidia. La mujer, con esa permanente expresión asombrada producto de las cirugías estéticas, le sostuvo la mirada por un largo rato, tanto cuanto pudo tolerar el merodeo de una mosca alrededor de la cataplasma de miel y gérmen de trigo que cubría sus mejillas.
—¿Sobró algo de miel? —preguntó Federico.
—Esta mascarilla sólo es recomendada para la piel femenina —respondió Lidia de inmediato.
—Ya lo sé, la deseo para untar unas tostadas.
—Pues mira lo que se te ocurre, ya no hay tostadas, Barrabás merendó las últimas.
El hombre lanzó una mirada de odio bajo la mesa donde dormitaba Barrabás, el negro félido que Lidia había recogido en un sendero del jardín zoológico. Federico lo detestaba, siempre declaraba que tenía más de salvaje que de minino, que un gato no podía ser tan ladino y traicionero. Sintiéndose observado, el animal salió de su letargo y expresó su disgusto con un gruñido. Él también aborrecía al esposo de su dueña, sólo la presencia de ésta permitía la convivencia entre ambos, si algún día falto alguno matará al otro, repetía ella con frecuencia.
Federico se acercó al hogar y atizó vigorosamente los leños. Transpiraba profusamente, tal vez a causa de la taza de chocolate que acababa de beber, acaso por el sueter de lana que vestía o quizás porque era pleno verano. El felino entretanto, abandonó su puesto bajo la mesa, se acercó sigilosamente y, cuando se sintió seguro, dio un brinco y se apoltronó en el sillón. Fuera de sí, Federico tomó un diccionario de un estante de la biblioteca y se lo arrojó con fuerza. Falló por más de un metro.
—¡Demonios! —gritó. A Federico le fascinaban las películas de Stallone o Van Damme dobladas en Centroamérica.
—Sabes bien cómo me enfada que maldigas —reprendió Lidia, quien compartía el gusto por las mismas películas.
El animal abandonó el sillón moviendo la cola y mirándolo con rencor. Haciéndose el distraído, Federico se aproximó al asiento liberado. Dando un salto inusitadamente ágil, Lidia se adelantó y se dejó caer sobre el sofá con pesadez. Luego, permitió al marido sentarse sobre su falda.
—Es un hecho, tienes que hacer dieta —volvió ella a la carga luego de tomar aire.
Contemporizador, él aseguró: —Bien, te prometo que lo consideraré.
—Seamos concretos y comencemos hoy mismo ¿Quieres que prepare para la cena el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina? —propuso Lidia.
—¿Josefina era aquella muchacha que empleábamos cuando vivíamos en provincia?
—Así es, ¿recuerdas su sabroso pastel?
—Recuerdo muy bien a Josefina ¿Y tú te acuerdas de ese joven que la festejaba?
—Por supuesto, Rubén era quien más elogiaba a su pastel.
—Efectivamente, Rubén se llamaba.
—Y elogiaba su pastel.
—La quería mucho. Y era tan atento, jamás se presentaba en casa sin algún obsequio de la fábrica de pastas en la que trabajaba.
—Sufres una confusión, mientras frecuentó a Josefina, Rubén trabajó en una fábrica de sillones por la mañana y en una de balanzas por la tarde.
—Qué realidad terrible la de esa pobre gente a quien no le es suficiente un solo empleo para vivir.
—Sin embargo, lo positivo es que estimula su ingenio, por ejemplo, aprovechan los alimentos más económicos para cocinar platillos exquisitos, como el pastel de bróccoli que siempre hacía Josefina.
Desalentado, Federico se incorporó refunfuñando. Con las piernas agarrotadas, Lidia lo imitó. Ahora debió dedicar más tiempo a las flexiones y cuando acabó, los pechos le subían y bajaban con un ritmo intenso. Pasó un largo rato antes de que su respiración se normalizara. Entonces dijo: —Un día estas flexiones me van a matar. Y todo será por tu culpa —Alerta, el felino permanecía con la cabeza en alto y las orejas erectas, aunque esta vez decidió quedarse donde estaba.
Sin responder, Federico encendió el televisor y comenzó a recorrer las trescientas sesenta y siete sintonías del aparato apto para emisiones de televisión satelital. Durante la siguiente recorrida, se detuvo en el canal ochenta y dos, la única frecuencia que podían captar, pues nunca habían instalado cable ni antena.
Con entusiasmo, Lidia volvió a su lugar en el sillón y se palmeó repetidamente el regazo diciendo: —Ven con mami, ven con mami tesoro.
Federico y el bicho se lanzaron hacia el sillón respondiendo al llamado. El hombre llegó antes gracias al puntapié que descargó en el camino sobre su competidor, que emitió un aullido de dolor. Indignada, Lidia se paró desatando una catarata de recriminaciones. De pronto, sus ojos quedaron inmóviles, abrió la boca buscando aire, se tomó el pecho con ambas manos y cayó tendida junto al sillón. Al cabo de un instante durante el que la fuerte impresión lo paralizó, Federico dio un paso cauteloso en dirección al sillón. La fiera rugió.
La policía acudió debido al llamado de los vecinos, el hedor que brotaba del departamento ya resultaba insoportable. A ella la encontraron en el mismo sitio donde había caído muerta y a él, tomado de uno de los brazos del sillón con la garganta desgarrada. La mayor parte de su prominente abdomen había sido devorada.
A la panterita la llevaron de regreso al jardín zoológico. El traslado no resultó sencillo, sólo pudieron llevarla hasta la jaula cuando se resignaron a transportarla echada sobre el sillón.
EL LINK AL CUENTO DE MÓNICA: http://monica-leone.blogspot.com/2007/01/anala.html
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