miércoles, 14 de septiembre de 2011
Vida de santos, de Rodrigo Fresán
Lo empecé a leer desanoticiado en cuanto a de qué la iba, ni siquiera sabía que cada capítulo eran cuentos que admitían lectura independiente, salvo el último (de ¿agradecimientos?) y el penúltimo, el que más me gustó, aunque no sé si por el bien conseguido tono de epopeya aventurera del personaje que finalmente muestra la cara, o porque resume (e ilumina) la relación de todas las historias, que hasta ahí tenían un hilo conductor, pero que al final terminan conformando la trama de una novela bastante hecha y derecha.
Me costó agarrarle la vuelta al código Fresán de estos cuentos-novela. Y, en el pecado está la virtud (o viceversa), muchas de las dificultades tuvieron que ver con el estilo cultivado, grandilocuente y denso de los relatores siempre en primera persona, largos fraseos que muchas veces obligaban a releerlos más de una vez, pero para mí es justamente esa elección la que apuntala la ironía blasfema y hereje que chorrea el texto, materializada mediante personajes y episodios ingeniosos, tanto en sí como en su nexo, aún traído de los pelos a veces, con la Biblia, los Evangelios, el Vaticano, la vida de Jesús, etc, etc., e incluso otros hechos que se salen de la apelación religiosa o cristiana, y también de lo universal para concentrarse en lo argentino, como cuando uno de los personajes crea una historieta fantástica cuyo héroe, un NN marca registrada, así se llama, recupera “las manos perdidas del Gran Líder”, trae a la vida a sus “antiguos y desaparecidos compañeros”…que no son reconocidos por sus nietos y bisnietos y se los ubica en los cuartos del fondo. (nota importante, Fresán escribió “Vida de santos” entre diciembre de 1991 y marzo de 1993).
Me gustó, como efecto muy funcional, el esmero de Fresán para elegir, imaginar, asociados a cada capítulo, lo prodigioso, lo descomunal, lo excesivo, en ese sentido son especialmente impresionantes el “Sagrado Hotel de Todos los Santos en la Tierra”, el REAL ascenso a los cielos (a los infiernos, en los términos Fresán) en el The End de la película “La Crucificción”, la dantesca escena de la policía allanando el domicilio de Sebastián Coriolis o la increíble “Música para destruir mundos”.
Al final entonces, no puedo decir que sea una obra absolutamente redonda, pero no estoy arrepentido de haberla leído, al contrario, y en tren de elegir partes dónde mejor la pasé, me quedo con (igual, no se entusiasmen demasiado con el ejemplo, éste no es el ritmo prevalente): “…Un tipo que quería aislar a Dios. Decía que Dios era un virus. O una célula. O una neurona. O una enfermedad. O un cromosoma. No sé, algo por el estilo. Decía que los que creían en Dios tenían abundancia de eso en la sangre. O en los huesos. O en el cerebro. O en algún lado. Y los que no creían eran inmunes al virus, o carecían de ese cromosoma y no podían ser contagiados. Estaba seguro de eso. Lo que le interesaba era aislar a Dios e inyectárselo a personas que no creyeran para ver lo que pasaba. Quería ver en qué mutaba un agnóstico terminal al ser inyectado. Quería ver si una dosis masiva de Dios capacitaba a alguien para hacer milagros. Caminar sobre las aguas y esas cosas. Quería ver si un Dios inyectable era el remedio para todos los males de este mundo…”.
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