Palmetto ladrón
Juan Palmetto,
vecino de La Partenal y concejal por el oficialismo, contaba a quien le oyese
que gracias al fenomenal crecimiento de las ventas en su tiendita, al fin había
podido regalarse algunos lujos.
Por ese mismo
tiempo, en el local abandonado de una antigua farmacia del barrio, aparecieron
unas pintadas en su contra. “Palmetto ladrón” decía en grandes y desparejas
letras coloradas, sobre las oxidadas cortinas metálicas de la puerta del frente
y los ventanales laterales.
El negocio había
cerrado definitivamente un par de años atrás luego del fallecimiento de Don
Blas, su único dueño por casi cincuenta años. El deceso ocurrió tras un
altercado durante una visita que hiciera Juan Palmetto. La discusión fue muy
acalorada, algunos testigos refieren que Don Blas llegó a blandir
amenazadoramente la cabeza alfileteada de Geniol.
El diablo le
había dado unos cuantos sobrinos al farmaceútico, ninguno afecto por la venta
de medicamentos, todos ávidos de lo que pudiera resultar de la liquidación de
la farmacia. Los desacuerdos que siempre se producen en estos casos, hicieron
que la cuestión se fuese dilatando y el local continuara cerrado y en franco
deterioro.
Las cortinas
metálicas habían sido otras veces blanco de pintadas, en general con leyendas
más inocentes como “El bicho se la banca”, “Platense botón” o “Maricarmen se la
come”. Los “Palmetto ladrón” de esta vez le resultaban al concejal una ofensa
difícil de digerir. Un ramalazo de furia lo cruzaba cada vez que pasaba frente
a la esquina de la farmacia. Finalmente se decidió y contrató un pintor para
que tapase las inscripciones.
Cuando el hombre
estaba en plena tarea se hizo presente uno de los herederos de Don Blas y armó
un escándalo porque no habían pedido permiso a nadie de la familia. Impuesto de
la situación, Palmetto llegó a un arreglo con los ocho parientes que se fueron
dando cita. A la tardecita, y pese al impensado desembolso, un satisfecho Juan
Palmetto observaba la última pincelada que acababa con la afrenta.
Le duró solamente
esa noche. A la mañana siguiente, con un rojo más brillante y en letras de
mayor tamaño, las cortinas metálicas lucían de nuevo los “Palmetto ladrón”.
La cólera
enturbió sus pensamientos y lo único que se le ocurrió, para beneplácito del
pintor y el de la pinturería, fue insistir en taparlos.
Al otro día las
pintadas habían reaparecido. Loco de rabia, Palmetto contrató a dos guardias
privados para que vigilaran durante la noche. Los tipos no tomaron la cosa muy
en serio y dormitaron todo el tiempo sentados en la vereda. Por la mañana el
concejal los despertó enardecido, mostrándoles las gruesas letras rojas de los
“Palmetto ladrón”.
Contrató por el
doble a otros mejor recomendados y los conminó a que cumpliesen su trabajo con
verdadera profesionalidad. Al amanecer, estaban de nuevo las pintadas sobre las
cortinas metálicas. Los hombres juraban que nadie se había acercado al frente
de la farmacia.
Dejálos viejo que
se mueran en su propio veneno, le aconsejó Doña Josefina a su marido, no vale
la pena seguir gastando plata. Solamente logró enojarlo más. No entiendo cómo
podés ser tan burra, le gritó, mejor calláte y seguí rascándote el higo
tranquila.
A la noche
siguiente, una nueva pareja de guardias no se permitió siquiera un parpadeo. Al
otro día, pasmados y temerosos, en un tartamudeo apenas entendible, le
relataron a Palmetto que cerca de las seis las leyendas habían brotado ante sus
ojos, sin que absolutamente nadie interviniese.
El concejal
despidió a los vigías sin más y él mismo, armado de una escopeta de cartuchos y
un termo de café, se dispuso a montar custodia frente a las cortinas metálicas
vueltas a repintar.
La primer noche
lo atribuyó a las gotas que contenía el café, tras la segunda consultó a un
médico de confianza, a la tercera la emprendió a tiros contra los “Palmetto
ladrón” y violentó la puerta del frente buscando al responsable en el interior.
Solamente se encontró con decenas de lauchas.
Debió comparecer
ante la comisaría y el Juzgado de Faltas, recibió reprimendas en el Concejo Deliberante
y tuvo que afrontar los resarcimientos por daños a los sobrinos de Don Blas,
que a esa altura sumaban veintitrés.
Se las agarró con
el pintor, acusándolo de que seguramente en contubernio con algún paraguayo de
mierda igual que él, hacían aparecer las pintadas para seguir trabajando.
Asesorado por un abogado de por ahí, el pintor le inició una demanda por
discriminación y xenofobia, más otra laboral por falta de una contratación en
regla.
Palmetto se
obsesionó con librarse de las rebeldes pintadas de vida propia y continuó
intentando de todo. Contrató a pintores de toda laya y nacionalidad, quitó las
cortinas metálicas y tapió las aberturas, finalmente cubrió todo el frente con
una empalizada. No le importó que cada acción le demandara pedidos de permiso y
consecuentes pagos a los treinta y cinco herederos.
Todo en vano, en
el metal, el ladrillo o la madera, el alma de la farmacia seguía escribiendo
“Palmetto ladrón” día tras día. La desesperación del edil arreciaba, no dormía
bien, apenas probaba bocado y sus nervios lo hacían estallar por cualquier
estupidez.
Una tardecita
rumbeó a lo de una bruja que atendía en Villa Fiorito. Cumpliendo las
instrucciones recibidas, llevaba consigo una bolsita llena con rayaduras de las
pintadas, un terrón de la tumba de Don Blas y un frasquito con la primer orina
de la mañana.
La mujer hizo lo
suyo ceremoniosamente. Palmetto regresó a La Partenal muy esperanzado y durmió
tranquilamente hasta pasadas las diez.
A las once y
cinco estaba emprendiéndolas a patadas contra la puerta de la casilla donde
vivía la bruja. No sabiendo con qué defenderse, a la hechicera se le ocurrió
decir que sus encantamientos solamente fallaban cuando eran sobrevolados por
las energías negativas de una esposa infiel.
A la pobre Doña
Josefina la sacaron entre tres policías de las manos de Palmetto. El divorcio
le costó la casa, la tienda y el auto, el departamento de Mar del Plata, la
quinta y casi toda lo depositado en una cuenta de EEUU.
Palmetto acabó
por perder la poca dósis de cordura que le quedaba y un domingo, muy temprano,
fue hasta el corralón municipal y salió armardo con una topadora de las
grandes.
La vieja
construcción no opuso mucha resistencia y la policía tardó demasiado en llegar.
El local quedó casi reducido a escombros. Poco ducho en estas lides, una viga
del techo lo mandó al hospital. Pese a las graves heridas, Palmetto reía a
carcajadas.
Seis meses
después tuvo que afrontar la destitución en el Concejo, las cuantiosas demandas
de los herederos y una temporada en la cárcel. Quebrado, preso, sin mujer y sin
medios, nada velaba su satisfacción. Las paredes del calabozo lo vieron caminar
con aires de triunfo y una imborrable sonrisa de oreja a oreja.
Ni bien obtuvo la
libertad, Juan Palmetto dirigió sus pasos hacia las ruinas del establecimiento,
dispuesto a solazarse con la visión de su victoria definitiva.
El
ex-concejal reside actualmente en un manicomio de Córdoba. Los herederos de Don
Blas todavía no se han puesto de acuerdo sobre cómo repartir la herencia. En el
terreno de la otrora farmacia, sobre los restos de una parecita que permaneció
milagrosamente enhiesta, aunque ya medio difuso y descolorido, sigue diciendo
“Palmetto ladrón”.
Y más abajo, surgido como al descuido,
con caritas sonrientes en el interior de cada o, puede leerse: “...y pelotudo”.
2 comentarios:
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Muy buen relato.
Sobresale la imagen de Don Blas "blandiendo la cabeza de Geniol"
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